La
náusea, (fragmento)
Jean Pul Sartre |
de Jean Paul Sartre
Me
levanto sobresaltado; si por lo menos pudiera dejar de pensar, ya sería mejor.
Los pensamientos son lo más insulso que hay. Más insulso aún que la carne. Son
una cosa que se estira interminablemente, y dejan un gusto raro. Y además,
dentro de los pensamientos están las palabras, las palabras inconclusas, las
frases esbozadas que retornan sin interrupción: "Tengo que termi...yo
ex...Muerto...M. de Roll...ha muerto...No soy...Yo ex..." Sigue, sigue, y
no termina nunca. Es peor que lo otro, porque me siento responsable y cómplice.
Por ejemplo, yo alimento esta especie de rumia dolorosa: existo. Yo. El cuerpo,
una vez que ha empezado, vive solo. Pero soy yo quien continúa, quien
desenvuelve el pensamiento. Existo. Pienso que existo. ¡Oh, que larga serpentina
es esa sensación de existir! Y la desenvuelvo muy despacito...¡Si pudiera dejar
de pensar! Intento, lo consigo: me parece que la cabeza se me llena de humo...y
vuelve a empezar: "Humo...no pensar...no quiero pensar. No tengo que
pensar que no quiero pensar. Porque es un pensamiento". ¿Entonces no se
acabará nunca?
Yo
soy mi pensamiento, por eso no puedo detenerme. Existo porque pienso...y no
puedo dejar de pensar. En este mismo momento - es atroz - si existo es porque
me horroriza existir. Yo, yo me saco de la nada a la que aspiro; el odio, el
asco de existir son otras tantas maneras de hacerme existir, de hundirme en la
existencia. Los pensamientos nacen a mis espaldas, como un vértigo, los siento
nacer detrás de mi cabeza..., si cedo se situarán aquí delante, entre mis ojos,
y sigo cediendo, y el pensamiento crece, crece, y ahora, inmenso, me llena por
entrero y renueva mi existencia.
El ser y la Nada
“El Ser Humano y la Libertad” (Fragmento).-
El
estudio de la voluntad ha de permitirnos, al contrario, adelantarnos más en la
comprensión de la libertad. La voluntad es necesariamente negatividad y
potencia de nihilización, si ha de ser libertad. lejos de ser la voluntad la
manifestación única o, por lo menos, privilegiada de la libertad, supone, al
contrario, como todo acaecimiento del para-sí, el fundamento de una libertad
originaria para poder constituirse como voluntad. La voluntad, en efecto, se
pone como decisión reflexiva con relación a ciertos fines. Pero estos fines no
son creados por ella. La voluntad es más bien una manera de ser con respecto a
ella: decreta que la prosecución de esos fines será reflexiva y deliberada. La
pasión puede poner los mismos fines. La
realidad humana no puede recibir sus fines, como hemos visto, ni de afuera ni
de una pretendida “naturaleza” interior. Ella los elige, y, por esta elección
misma, les confiere una existencia trascendente como límite externo de sus
proyectos. Desde este punto de vista – y si se comprende claramente que la
existencia del Dasein precede y condiciona su esencia-, la realidad humana, en
y por su propio surgimiento, decide definir su ser propio por sus fines. Así,
pues, la posición de mis fines últimos caracteriza a mi ser y se identifica con
el originario brotar de la libertad que es mía. Y ese brotar es una existencia:
nada tiene de esencia o de propiedad de un ser que fuera engendrado
conjuntamente con una idea. Así, la libertad, siendo asimilable a mi
existencia, es fundamento de los fines que intentaré alcanzar, sea por la
voluntad, sea por esfuerzos pasionales. La libertad no es sino la existencia de
nuestra voluntad o de nuestras pasiones, en cuanto esta existencia es
nihilización de la facticidad, es decir, la existencia de un ser que es su ser
en el modo de tener de serlo. (Sartre,
El Ser y la Nada, Parte IV. Cap. I).-
Que
es la literatura (fragmento)
de Jean Paul Sartre
"
El poeta en cada palabra, por el solo efecto de la actitud poética, realiza las
metáforas en las que soñaba Picasso cuando deseaba hacer una caja de fósforos
que fuera toda ella un murciélago sin dejar de ser una caja de fósforos.
Florencia es ciudad, flor y mujer y es también ciudad-flor, ciudad-mujer y
muchacha-flor. Y el extraño objeto que se muestra así posee la liquidez del río
y el dulce ardor leonado del oro, y, para terminar, se abandona con decencia, y
prolonga indefinidamente, por medio del debilitamiento continuo la e muda, su
sereno regocijo saturado de reservas. A esto ha de añadirse el esfuerzo
insidioso de la biografía. Para mí, Florencia es también cierta mujer, una
actriz norteamericana que actuaba en las películas mudas de mi infancia y de la
que he olvidado todo, salvo que era larga como un guante de baile, que siempre
estaba un poco cansada y era casta, que siempre representaba papeles de esposa
incomprendida y que se llamaba Florencia y yo la amaba. Porque la palabra, que
arranca al prosista de sí mismo y lo lanza al mundo, devuelve al poeta, como un
espejo, su propia imagen. Esto es lo que justifica la doble empresa de Leiris,
quien por un lado, en su Glossaire, trata de dar a ciertas palabras una
definición poética, es decir, que sea por sí misma una síntesis de
implicaciones recíprocas entre el cuerpo sonoro y el alma verbal y, por otro,
en una obra todavía inédita, se lanza a la busca del tiempo perdido, tomando
como guías ciertas palabras especialmente cargadas para él de valor afectivo.
Así, pues, la palabra poética es un microcosmos. La crisis del lenguaje que se
produjo a comienzos del siglo fuen una crisis poética. Sean cuales fueren los
factores sociales e históricos que la produjeron, esta crisis se manifestó por
accesos de despersonalización del escritor ante las palabras. No sabía servirse
de ellas y, según la célebre fórmula de Bergson, sólo las reconocía a medias;
se acercaba a ellas con una sensación de extrañeza verdaderamente fructuosa: ya
no le pertenecían, ya no eran para él, pero, en esos espejos desconocidos, se
reflejaban el cielo, la tierra y la propia vida. Y, finalmente, se convertían
en las cosas mismas o, mejor dicho, en el corazón negro de las cosas.