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Álvaro Mutis, poeta y novelista. |
(Esta obra cuyo título es Poemas de Älvaro Mutis fue prologada y seleccionados sus poemas y textos por el autor y publicada por la Universidad Nacional autónoma de México, en 2008)
TRES IMÁGENES
Para Luis Cardoza y Aragón
I
La noche del cuartel fría y señera
vigila a sus hijos prodigiosos.
La arena de los patios se arremolina
y desaparece en el fondo del cielo.
En su pieza el Capitán reza las oraciones
y olvida sus antiguas culpas,
mientras su perro orina
contra la tensa piel de los tambores.
En la sala de armas una golondrina vigila
insomne las aceitadas bayonetas.
Los viejos húsares resucitan para combatir
a la dorada langosta del día.
Una lluvia bienhechora refresca el rostro
del aterido centinela que hace su ronda.
El caracol de la guerra prosigue su arrullo
interminable.
II
Esta pieza de hotel donde ha dormido un asesino,
esta familia de acróbatas con una nube azul en las
pupilas,
este delicado aparato que fabrica gardenias,
esta oscura mariposa de torpe vuelo,
este rebaño de alces,
han viajado juntos mucho tiempo
y jamás han sido amigos.
Tal vez formen en el cortejo de un sueño
inconfesable
o sirvan para conjurar sobre mí
la tersa paz que deslíe los muertos.
III
Una gran flauta de piedra
señala el lugar de los sacrificios.
Entre dos mares tranquilos
una vasta y tierna vegetación de dioses
protege tu voz imponderable
que rompe cristales,
invade los estadios abandonados
y siembra la playa de eucaliptos.
Del polvo que levantan tus ejércitos
nacerá un ebrio planeta coronado de ortigas.
De Primeros
poemas
(1947)
APUNTES PARA UN POEMA
DE LÁSTIMAS A LA MEMORIA
DE SU MAJESTAD EL REY FELIPE II
...alguien como un pequeño reptil, un alma gris
despreciable, arrastrada por la muerte, probablemente por medios traicioneros,
como el veneno, por ejemplo.
La Campana de la Muerte, Cap. XIII
ANTHONY GILBERT
Ni la pesada carreta del sueño que anda por
los caminos triturando países donde la cal silenciosa del paisaje agrieta la
piel y escalda los ojos,
ni la mansa bestia que al agonizar rompe con
sus cascos las sonoras baldosas de amplios y desolados aposentos,
ni la mugrienta cortina que cubre el lecho
empolvado de años sin misericordia ni edad.
ni tanto elemento disperso que su memoria ha
dejado entre los hombres
—campanillas de hoteles de miseria, viejos
navíos cuyos costados de metal hermosísimo carcome el salitre, escarcha de los
cazadores, hondos disparos a la madrugada, humo de carboneros, pozo helado de
las minas—
tanta cosa en fin, que nos agobia con su paso
verdadero y profético.
Nada tiene ya esa tristeza de pálida fruta
estéril que hiciera de su semblante un voraz dominador de lacerias,
nada conserva ya la frágil armazón de su
cuerpo de largos brazos blancos, tan ajeno a las armas y a la cópula ansiosa de
sus abuelos guerreros.
¡Gloria de un clima! Loor al olvido que
adelanta a través de las piedras que suelda el calicanto su lengua poderosa y
magnífica de estirpe, como un lebrel de siglos que despierta a los hombres
y los arroja de sus
lechos para pegarlos a los vastos ventanales del alba, de la mañana amarga en
la boca, sin orgullo, dura en el tiempo, ávida por siempre de insanas alegrías
que más tarde han de brotar ampulosas
como los flancos de mujeres enriquecidas en
complicadas batallas a orillas de un mar gris, agrio y pobre de peces
... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ... ..
Por última vez hagamos memoria de sus hechos,
cantemos sus lástimas de monarca encerrado en la mansión
eficaz y tranquila que lentamente bebe su
sangre de reptil indefenso y creyente.
Cuánta mugrienta soledad cobija sus rezos
interminables, sus vanas súplicas, su amor por la hembra tuerta y ardiente que
consumiera unas pocas noches de remordida vigilia.
II
Batallas Batallas Batallas
que recorren la tierra con prisa de animales
sedientos o semillas estériles de belleza instantánea.
Trapos que el viento baraja
oliva blanco cobalto
púrpura
Savia confusa de la guerra, de la conquista
humana de territorios que cubre un cielo antiguo protector de legiones,
—corazas al viento de la tarde, rígidas
estatuas de violencia sumergidas en alcoholes bárbaros—.
Batallas sin voz.
Batallas a medianoche en caminos anegados, entre carros atascados en el barro
milenario.
... ... ... ... ... ...
... ... ... ... ... ...
RESEÑA
(Muestra que se hace de la gente de guerra) Incluimos también estos que perpetúan la
desvirtuada magia de sus vidas:
el insomne que trasiega los días y las noches
y oye confesiones y no cede,
el que volvió por su mujer y se perdió para
siempre en la selva y gritó hasta apagar el rumor de las manadas voraces,
el vestido de gualda y
sangre que hacía hogueras en
los caminos para quemar sus sandalias,
el que dio muerte al rijoso sacristán y
extendió a secar sus ropas en los tejados de la cárcel,
el que volvió de Italia con las manos tersas
y un andar afelpado de marica,
el tratante en bestias de carga, que llenaba
de tristeza y de luto la feria con sus heridas,
la sostenedora de la fe, la insaciable y
antigua predicadora de doctrinas en medio de los quejidos de su catre
desvencijado,
el Relator de Desastres, el mentiroso servil
de infames bodas,
el guardián desencajado de las pesebreras que
tiemblan de pavor y de frío bajo la llovizna;
todos sus súbditos, su vasto pueblo rendido
oscuramente entre aguas de verdad e historia grasienta como uniforme de
prendería o pez de naufragio.
III
“No importa lo que venga después. Firme en la
cera de mis años, deduzco de las espesas nubes de insectos que se mecen sobre
los desperdicios del mercado, la suerte de las expediciones, el incendio veloz
de cosechas y pueblos, los ritos y la ceremonia final de tres días con sus
noches, celebrada con motivo de la muerte del Rey, un hombre triste y pesaroso
padre de pálidos infantes sin malicia ni pena.”
Palabras de un arquero de Flandes.
De Primeros
Poemas
(1947)
EL VIAJE
No sé si en otro lugar he hablado del tren
del que fui conductor. De todas maneras, es tan interesante este aspecto de mi
vida, que me propongo referir ahora cuáles eran algunas de mis obligaciones en
ese oficio y de qué manera las cumplía.
El tren en cuestión
salía del páramo el 20 de febrero de cada año y llegaba al lugar de su
destino, una pequeña estación de veraneo situada en tierra caliente, entre el 8
y el 12 de noviembre. El recorrido total del tren era de 122 kilómetros, la
mayor parte de los cuales los invertía descendiendo por entre
brumosas montañas sembradas íntegramente de eucaliptos. (Siempre me ha
extrañado que no se construyan violines con la madera de ese perfumado árbol
de tan hermosa presencia. Quince años permanecí como conductor del tren y cada
vez me sorprendía deliciosamente la riquísima gama de sonidos que despertaba
la pequeña locomotora de color rosado, al cruzar los bosques de eucaliptos).
Cuando llegábamos a la tierra templada y
comenzaban a aparecer las primeras matas de plátano y los primeros cafetales,
el tren aceleraba su marcha y cruzábamos veloces los vastos potreros donde
pacían hermosas reses de largos cuernos. El perfume del pasto “yaraguá” nos
perseguía entonces hasta llegar al lugarejo donde terminaba la carrilera.
Constaba el tren de
cuatro vagones y un furgón, pintados todos de color amarillo canario. No había
diferencia alguna de clases entre un vagón y otro, pero cada uno era
invariablemente ocupado por determinadas gentes. En el primero iban los
ancianos y los ciegos; en el segundo los gitanos, los jóvenes de dudosas
costumbres y, de vez en cuando, una viuda de furiosa y postrera adolescencia;
en el tercero viajaban los matrimonios burgueses, los sacerdotes y los
tratantes de caballos; el cuarto y último había sido escogido por las parejas
de enamorados, ya fueran recién casados o se tratara de alocados muchachos que
habían huido de sus hogares. Ya para terminar el viaje, comenzaban a oírse en
este último coche los tiernos lloriqueos de más de una criatura y, por la
noche, acompañadas por el traqueteo adormecedor de los rieles, las madres
arrullaban a sus pequeños mientras los jóvenes padres salían a la plataforma
para fumar un cigarrillo y comentar las excelencias de sus respectivas
compañeras.
La música del cuarto vagón se confunde en mi
recuerdo con el ardiente clima de una tierra sembrada de jugosas guanábanas,
en donde hermosas mujeres de mirada fija y lento paso escanciaban el guarapo en
las noches de fiesta.
Con frecuencia actuaba
de sepulturero. Ya fuera un anciano fallecido en forma repentina o se tratara
de un celoso joven del segundo vagón envenenado por sus compañeros, una vez
sepultado el cadáver permanecíamos allí tres días vigilando el túmulo y orando
ante la imagen de Cristóbal Colón, Santo Patrono del tren.
Cuando estallaba un
violento drama de celos entre los viajeros del segundo coche o entre los
enamorados del cuarto, ordenaba detener el tren y dirimía la disputa. Los
amantes reconciliados, o separados para siempre, sufrían los amargos y duros
reproches de todos los demás viajeros. No es cualquier cosa permanecer en medio
de un páramo helado o de una ardiente llanura donde el sol reverbera hasta
agotar los ojos, oyendo las peores indecencias, enterándose de las más vulgares
intimidades y descubriendo, como en un espejo de dos caras, tragedias que en
nosotros transcurrieron soterradas y silenciosas, denunciando apenas su paso
con un temblor en las rodillas o una febril ternura en el pecho.
Los viajes nunca fueron
anunciados previamente. Quienes conocían la existencia del tren, se pasaban a
vivir a los coches uno o dos meses antes de partir, de tal manera que, a
finales de febrero se completaba el pasaje con alguna ruborosa pareja que
llegaba acezan-te o con un gitano de ojos de escupitajo y voz pastosa.
En ocasiones sufríamos, ya en camino, demoras
hasta de varias semanas debido a la caída de un viaducto. Días y noches nos
atontaba la voz del torrente, en donde se bañaban los viajeros más arriesgados.
Una vez reconstruido el paso, continuaba el viaje. Todos dejábamos un ángel
feliz de nuestra memoria rondando por la fecunda cascada, cuyo ruido permanecía
intacto y, de repente, pasados los años, nos despertaba sobresaltados, en
medio de la noche.
Cierto día me enamoré perdidamente de una hermosa
muchacha que había quedado viuda durante el viaje. Llegado que hubo el tren a
la estación terminal del trayecto me fugué con ella. Después de un penoso viaje
nos establecimos a orillas del Gran Río, en donde ejercí por muchos años el
oficio de colector de impuestos sobre la pesca del pez púrpura que abunda en
esas aguas.
Respecto al tren, supe que había sido
abandonado definitivamente y que servía a los ardientes propósitos de los
veraneantes. Una tupida maraña de enredaderas y bejucos invade ahora completamente
los vagones y los azulejos han fabricado su nido en la locomotora y el furgón.
De Primeros
Poemas
“204”
I
Escucha Escucha Escucha
la voz de los hoteles,
de los cuartos aún sin arreglar,
los diálogos en los oscuros pasillos que
adorna una raída alfombra escarlata,
por donde se apresuran los sirvientes que
salen al amanecer como espantados murciélagos
Escucha Escucha Escucha
los murmullos en la escalera; las voces que
vienen de la cocina, donde se fragua un agrio olor a comida que muy pronto
estará en todas partes, el ronroneo de los ascensores
Escucha Escucha Escucha
a la hermosa inquilina del “204” que
despereza sus miembros y se queja y extiende su viuda desnudez sobre la cama.
De su cuerpo sale un vaho tibio de campo recién llovido.
¡Ay qué tránsito el de
sus noches tremolantes como las banderas en los estadios!
Escucha Escucha Escucha
el agua que gotea en los lavatorios, en las
gradas que invade un resbaloso y maloliente verdín. Nada hay sino una sombra,
una tibia y espesa sombra que todo lo cubre.
Sobre esas losas —cuando el mediodía siembre
de monedas el mugriento piso— su cuerpo inmenso y blanco sabrá moverse, dócil
para las lides del tálamo y conocedor de los más variados caminos. El agua
lavará la impureza y renovará las fuentes del deseo.
Escucha Escucha Escucha
la incansable viajera abre las ventanas y
aspira el aire que viene de la calle. Un desocupado la silba desde la acera del
frente y ella estremece sus flancos en respuesta al incógnito llamado.
II
De la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo a los orinales
de los orinales al río
del río a las amargas algas
de las algas amargas a la ortiga
de la ortiga al granizo
del granizo al terciopelo
del terciopelo al hotel
Escucha Escucha Escucha
la oración matinal de la inquilina
su grito que recorre los pasillos
y despierta despavoridos a los durmientes,
el grito del “204”:
¡Señor, Señor, por qué me has abandonado!
De Los
elementos del desastre
LOS ELEMENTOS DEL DESASTRE 1
Una pieza de hotel ocupada por distracción o
prisa, cuán pronto nos revela sus proféticos tesoros. El arrogante granadero,
“bersagliere” funambulesco, el rey muerto por los terroristas, cuyo cadáver
des-pernancado en el coche, se mancha precipitadamente de sangre, el desnudo
tentador de senos argivos y caderas 1900, la libreta de apuntes y los dibujos
obscenos que olvidara un agente viajero. Una pieza de hotel en tierras de
calor y vegetales de tierno tronco y hojas de plateada pelusa, esconde su
cosecha siempre renovada tras el pálido orín de las ventanas.
2
No espera a que estemos completamente despiertos.
Entre el ruido de dos camiones que cruzan veloces el pueblo, pasada la
medianoche, fluye la música lejana de una humilde vitrola que lenta e
insistente nos lleva hasta los años de imprevistos sudores y agrio aliento, al
tiempo de los baños de todo el día en el río torrentoso y helado que corre
entre el alto muro de los montes. De repente calla la música para dejar
únicamente el bordoneo de un grueso y tibio insecto que se debate en su ronca
agonía, hasta cuando el alba lo derriba de un golpe traicionero.
3
Nada ofrece de
particular su cuerpo. Ni siquiera la esperanza de una vaga armonía que nos
sorprenda cuando llegue la hora de desnudarse. En su cara, su semblante de
anchos pómulos, grandes ojos oscuros y acuosos, la boca enorme brotada como la
carne de un fruto en descomposición, su melancólico y torpe lenguaje, su
frente estrecha limitada por la pelambre salvaje que se desparrama como maldición
de soldado. Nada más que su rostro advertido de pronto desde el tren que viaja
entre dos estaciones anónimas; cuando bajaba hacia el cafetal para hacer su
limpieza matutina.
4
Los guerreros, hermano, los guerreros cruzan
países y climas con el rostro ensangrentado y polvoso y el rígido ademán que
los precipita a la muerte. Los guerreros esperados por años y cuya cabalgata
furiosa nos arroja a la medianoche del lecho, para divisar a lo lejos el brillo
de sus arreos que se pierde allá, más abajo de las estrellas.
Los guerreros, hermano,
los guerreros del sueño que
te dije.
5
El zumbido de una charla de hombres que
descansaban sobre los bultos de café y mercancías, su poderosa risa al evocar
mujeres poseídas hace años, el recuento minucioso y pausado de extraños
accidentes
y crímenes memorables, el torpe silencio que
se extendía sobre las voces, como un tapete gris de hastío, como un manoseado
territorio de aventura... todo ello fue causa de una vigilia inolvidable.
6
La hiel de los terneros que macula los
blancos tendones palpitantes del alba.
7
Un hidroavión de juguete tallado en blanda y
pálida madera sin peso, baja por el ancho río de corriente tranquila, barrosa.
Ni se mece siquiera, conservando esa gracia blanca y sólida que adquieren los
aviones al llegar a las grandes selvas tropicales. Qué vasto silencio impone
su terso navegar sin estela. Va sin miedo a morir entre la marejada rencorosa
de un océano de aguas frías y violentas.
8
Me refiero a los ataúdes, a su penetrante
aroma de pino verde trabajado con prisa, a su carga de esencias en blanda y
lechosa descomposición, a los estampidos de la madera fresca que sorprenden la
noche de las bóvedas como disparos de cazador ebrio.
9
Cuando el trapiche se detiene y queda
únicamente el espeso borboteo de la miel en los fondos, un grillo lanza su chillido
desde los pozuelos de agrio guarapo espumoso. Así termina la pesadilla de una
siesta sofocante, herida de extraños y urgentes deseos despertados por el
calor que rebota sobre el dombo verde y brillante de los cafetales.
10
Afuera, al vasto mar lo mece el vuelo de un
pájaro dormido en la hueca inmensidad del aire.
Un ave de alas recortadas y seguras, oscuras
y augurales,
el pico cerrado y firme, cuenta los años que
vienen como una gris marea pegajosa y violenta.
11
Por encima de la roja nube que se cierne
sobre la ciudad nocturna, por encima del afanoso ruido de quienes buscan su
lecho, pasa un pueblo de bestias libres en vuelo silencioso y fácil.
En sus rosadas gargantas reposa el grito
definitivo y certero. El silencio ciego de los que descansan sube hasta tan
alto.
12
Hay que sorprender la
reposada energía de los grandes ríos de aguas pardas que reparten su elemento
en las cenagosas extensiones de la selva, en donde se crían los peces más
voraces y las más blandas y mansas serpientes. Allí se desnuda un pueblo de
altas hembras de espalda sedosa y dientes separados y firmes con los cuales
muerden la dura roca del día.
De Los
elementos del desastre
EL HÚSAR
A Casimiro Eiger
I
En las ciudades que conocen su nombre y el felpu-
do golpe de su caballo
lo llaman arcángel de los trenes,
sostenedor de escaños en los parques,
furia de los sauces.
Rompe la niebla de su poder —la espesa bruma de
su fama de hombre rabioso y rico en deseos—
el filo de su sable comido de orín y soledad, de su
sable sin brillo y humillado en los zaguanes.
Los dorados adornos de su dolmán rojo cadmio,
alegran el polvo del camino por donde transitan carre-
tas y mulos hechizados.
¡Oh la gracia fresca de sus espuelas de plata que
rasgan la piel centenaria del caballo
como el pico luminoso de un buitre de sabios ade-
manes!
Fina sonrisa del húsar que oculta la luna con su
pardo
morrión y se baña la cara en las acequias.
Brilla su sonrisa en el agua que golpea las
piedras del río,
las enormes piedras en donde lloró su madre
noches de abandono.
Basta la trama de celestes venas que se
evidencia en sus manos y que cerca su profundo ombligo para llenar este canto,
para darle la gota de sabiduría que merece.
Memoria del húsar trenzada en calurosos
mediodías cuando la plaza se abandona a una invasión de sol y moscas metálicas.
Gloria del húsar disuelta en alcoholes de
interminable aroma.
Fe en su andar cadencioso y grave,
en el ritmo de sus poderosas piernas forradas
en paño azul marino.
Sus luchas, sus amores, sus duelos antiguos,
sus inefables ojos, el golpe certero de sus enormes guantes, son el motivo de
este poema.
Alabemos hasta el fin de su vida la doctrina
que brota de sus labios ungidos por la ciencia de fecundas maldiciones.
II
Los rebaños con los
ojos irritados por las continuas lluvias, se refugiaron en bosques de amargas
hojas.
La ciudad supo de este viaje y adivinó
temerosa las consecuencias que traería un insensato designio del guardián de
sus calles y plazas.
En los prostíbulos, las caras de los santos
iluminadas con humildes velas de sebo, bailaban entre un humo fétido que invadía
los aposentos interiores.
No hay fábula en esto que se narra.
La fábula vino después con su pasión de
batalla y el brillo vespertino del acero.
“En la muerte descansaré como en el trono de
un monarca milenario.”
Esto escribió con su sable en el polvo de la
plaza. Los rebaños borraron las letras con sus pezuñas, pero ya el grito
circulaba por toda la ciudad.
El mar llenó sus botas de algas y verdes fucos, la arena salinosa oxidó sus
espuelas,
el viento de la mañana empapó su rizada cabellera
con la espuma recogida en la extensión del océano. Solitario,
esperaba el paso de los años que derrumbarían
su fe, el tiempo bárbaro en que su gloria había de comentarse en los hoteles.
Entre la lluvia se destacaría su silueta y
las brillantes hojas de los plátanos se iluminan con la hoguera que consume su
historia.
El templado parche de los tambores arroja la
perla que prolonga su ruido en las cañadas y en el alto y vasto cielo de los
campos.
Todo esto —su espera en el mar, la profecía
de su prestigio y el fin de su generoso destino— sucedió antes de la feria.
Una mujer desnuda, enloqueció a los
mercaderes... Este será el motivo de otro relato. Un relato de las Tierras
Bajas.
III
Bajo la verde y nutrida cúpula de un cafeto y
sobre el húmedo piso acolchado de insectos, supo de las delicias de un amor
brindado por una mujer de las Tierras Bajas.
Una lavandera a quien amó después en amargo
silencio, cuando ya había olvidado su nombre.
Sentado en las graderías del museo, con el
morrión entre las piernas, bajó hasta sus entrañas la angustia de las horas
perdidas y con súbito ademán rechazó aquel recuerdo que quería conservar
intacto para las horas de prueba.
Para las difíciles horas que agotan con la
espera de un tiempo que restituya el hollín de la refriega.
Entretanto era menester custodiar la
reputación de las reinas.
Un enorme cangrejo salió de la fuente para
predicar una doctrina de piedad hacia las mujeres que orinaron sobre su
caparazón charolado. Nadie le prestó atención y los muchachos del pueblo lo
crucificaron por la tarde en la puerta de una taberna.
El castigo no se hizo esperar y en el
remolino de miseria que barrió con todo, el húsar se confundió con el nombre de
los pueblos, los árboles y las canciones que habían alabado el sacrificio.
Difícil se hace seguir sus huellas y
únicamente en algunas estaciones suburbanas se conserva indeleble su recuerdo:
la fina piel de nutria que lo resguardaba de
la escarcha en la víspera de las grandes batallas
y el humillado golpe de sus tacones en el
enlosado de viejas catedrales.
¡Cantemos la Corona de Hierro que oprime sus
sienes y el ungüento que corre por sus caderas para siempre inmóviles!
IV
Vino la plaga.
Sus arreos fueron hallados en la pieza de una
posada. Más adelante, a la orilla de una carretera, estaba el morrión comido
por las hormigas.
Después se descubrieron más rastros de sus
pasos: Arlequines de tiza y siempreviva,
ojos rapaces y pálida garganta.
El mosto del centenario vino que se encharca
en las bodegas.
El poderío de su brazo y su sombra de bronce.
El vitral que relata sus amores y rememora su
última batalla, se oscurece día a día con el humo de las lámparas que alimenta
un aceite maligno.
Como el grito de una sirena que anuncia a los
barcos un cardumen de peces escarlata, así el lamento de la que más lo amara,
la que dejó su casa a
cambio de dormir con su sable bajo la almohada y besar su tenso vientre de
soldado.
Como se extienden o aflojan las velas de un
navío, como al amanecer despega la niebla que cobija los aeródromos, como la
travesía de un hombre descalzo por entre un bosque en silencio, así se difundió
la noticia de su muerte,
el dolor de sus heridas abiertas al sol de la
tarde, sin pestilencia, pero con la notoria máscara de un espontáneo
desleimiento.
Y no cabe la verdad en esto que se relata. No
queda en las palabras todo el ebrio tumbo de su vida, el paso sonoro de sus
mejores días que motivaron el canto, su figura ejemplar, sus pecados como
valiosas monedas, sus armas eficaces y hermosas.
V
LAS BATALLAS
Cese ya el elogio y el recuento de sus
virtudes y el canto de sus hechos. Lejana la época de su dominio, perdidos los
años que pasaron sumergidos en el torbellino de su ansiosa belleza, hagamos el
último intento
de reconstruir sus batallas, para jamás
volver a ocuparnos de él, para disolver su recuerdo como la tinta del pulpo en
el vasto océano tranquilo.
1
La decisión de vencer lo lleva sereno en
medio de sus enemigos, que huyen como ratas al sol y antes de perderse para
siempre vuelven la cabeza para admirar esa figura que se yergue en su oscuro
caballo y de cuya boca salen las palabras más obscenas y antiguas.
2
Huyó a la molicie de las Tierras Bajas. Hacia
las hondas cañadas de agua verde, lenta con el peso de las hojas de carboneros
y cámbulos —negra sustancia fermentada. Allí, tendido, se dejó crecer la barba
y padeció fuertes calambres de tanto comer frutas verdes y soñar incómodos
deseos.
3
Un mostrador de zinc gastado y húmedo retrató
su rostro ebrio y descompuesto. La revuelta cabeza de cabellos sucios de barro
y sangre golpeó varias veces las desconchadas paredes de la estancia hasta
descansar, por una corta noche, en el regazo de una paciente y olvidada
mujerzuela.
4
El nombre de los navíos, la humedad de las
minas, el viento de los páramos, la sequedad de la madera, la sombra gris en la
piedra de afilar, la tortura de los insectos aprisionados en los vagones por
reparar, el hastío de las horas anteriores al mediodía cuando aún no se sabe
qué sabor intenso prepara la tarde, en fin, todas las materias que lo llevaron
a olvidar a los hombres, a desconfiar de las bestias y a entregarse por entero
a mujeres de ademanes amorosos y piernas de anamita; todos estos elementos lo
vencieron definitivamente, lo sepultaron en la gruesa marea de poderes ajenos
a su estirpe maravillosa y enérgica.
NOCTURNO
La fiebre atrae el canto de un pájaro andrógino
y abre caminos a un placer insaciable
que se ramifica y cruza el cuerpo de la tierra.
¡Oh el infructuoso navegar alrededor de las islas
donde las mujeres ofrecen al viajero
la fresca balanza de sus senos
y una extensión de terror en las caderas!
La piel pálida y tersa del día
cae como la cáscara de un fruto infame.
La fiebre atrae el canto de los resumideros
donde el agua atropella los desperdicios.
De Los
elementos del desastre
EL FESTÍN DE BALTASAR
En la sombra de las altas salas de casta piedra,
murmura aún la bestia del banquete su rezo
interminable.
Un quieto polvo reunido por los años, apaga la
música
de los amargos cobres que anunciaron las últimas
palabras.
Descansa su débil materia en el perfil de las bestias
detenidas en el amplio gesto del león que se debate
contra las duras lanzas del día, contra las aguas de
la muerte.
Sus fauces dicen aún de la violenta grandeza del
pasado,
cuando los mulos de dura carne coceaban indefensos
en los patios interiores y los sirvientes salían
a contemplarlos en los intermedios obligados del
festín.
En la vasta oquedad de los aposentos, un ruido seco
y extendido
de madera con madera, de agua con hollín en los
vertederos del puerto,
despierta los ciegos insectos y ondea las telarañas
como banderas en la niebla de una emboscada
matutina.
Son sus pasos que perduran, el ruido de sus armas,
el crujir de sus ágiles huesos de guerrero,
el parpadeo febril de sus ojos,
su tacto seguro sobre las cosas cotidianas,
ese moverse suyo sobre la tierra, como quien llega
para dar una orden y parte de nuevo.
No le bastaron las violentas y espumosas
torrenteras,
a donde iban a morir los peces contra las lisas
piedras
marcadas con su paso de cinco hermosos dedos de
hábil cazador.
No bastaron a su desordenada condición de
príncipe,
los bosques sombríos en donde las hojas metálicas
de
los árboles
murmuraban la plegaria de un otoño inminente.
Nada hubo para el sosiego de su ira
como zarza que arde en ronco duelo.
Ni los continuos viajes al reino de las reposadas
soberanas
cuyo sexo regía un balanceo intermitente y solar de
las caderas,
ni menos aún su peregrinación por las playas
expósitas,
anchas como la hoja del banano
y visitadas por un mar en extremo frío.
—Ceniza diluida en los blancos manteles del alba—
Cuando el cansancio le cerró todos los caminos,
surgió la idea del banquete.
Las cosas sagradas acumularon su hastío
y prepararon el lecho de su último día.
Lo de los vasos no tenía importancia.
Otros antes que él los habían profanado
con intenciones aún más oscuras.
Ellos mismos, embrutecidos por la contemplación
de su Dios cauteloso y artero,
habían, en ocasiones, pecado con los vasos,
haciendo
rodar por el suelo los pesados candelabros del
templo
y rasgado los grises velos del altar.
Tampoco la bulliciosa presencia de las rameras
fue la causa de la ira. Su país era un país de mujeres.
Frías a menudo y descuidadas de su placer,
pero en ocasiones viciosas y crueles, ávidas e
insacia-
bles
como las rojizas arenas en viaje
que cubren ciudades y penetran largamente en el mar.
La ira vino por más escondidos caminos,
por fuentes aún más secretas
que manaban de la soledad de su mandato,
como la herida que libera sus duelos
o como se oxida el metal de las quillas.
La fecha señalada se acercaba por entre semanas de
sopor y fastidio.
Días y días de creciente quietud y de notorio silencio,
precedieron al pausado desfile de los elegidos.
Una gran tristeza se hizo en el reino.
El plazo se acercaba y la tranquilidad del monarca
se extendió como un oscuro manto de lluvia tibia y
menuda
que golpea en el seco polvo de la espera.
¿Cómo decir de este tiempo durante el cual se
prepara-
ron tantos hechos?
¿Cómo compararlo en su curso al parecer tan manso
y sin embargo cargado de tan arduas y terribles
especies?
Tal vez a un cable que veloz se desenrolla
dividiendo el
hastío.
O, mejor, al sueño de caballos indómitos
que detiene la noche en mitad de su furia.
Las sombras en las paredes, humo sin alma de las
antorchas,
huyeron con la llegada de los invitados.
Unos acudían con un ave en el hombro y perfil de
moneda.
Otros, untuosos y con razones de especiosa prudencia.
Muchos con la gris sencillez del guerrero
y algunos, los menos, observaban desconfiados
sabiendo con certeza lo que más tarde vendría,
pues llegaban de muy lejos y esto los hacía agudos
y sabios.
Del rojizo brillo de las armas
que amontonaron en un rincón del recinto, partió la
orden.
Los humildes, los oscuros servidores,
contemplaban la tierra vagamente,
como si buscaran en su pasado
la hora del sosiego o la parda raíz de su duelo.
Adentro, todos los hombres de pie, los soberbios
invitados,
alzan el brazo y proclaman su presencia en altas
voces.
Y así comenzó el monótono treno del festín.
Así se inició el pesado oleaje de palabras y
gestos
que marca el vino con la blanca señal de su paso,
con su corona de doble filo.
De lo demás, ya se sabe.
Es una antigua secuencia de trajinada memoria.
Después de las tres palabras, cuando la mano que
las había escrito
se disolvió en la sombra del techo de cedro,
el reino supo de su fin, de la consumación de su
gloria.
La gestión del desorden se hizo a la madrugada,
el cuerpo rígido esperaba en imponente extensión,
con
los ojos fijos ya para siempre en la tranquila
guarida
que buscara con tanto empeño.
Vidrios azules de la noche, astros en ruta.
Fija rueda sin dientes con la lisa huella del desastre.
Viento destronado del alba
que pasa sin tocar las más altas copas de los árboles,
sin barrer las terrazas del mercado, sin sombra
siquiera.
La mansa tierra de su reino apaciguado, sostiene sus
despojos,
en espera del funeral de olvido que se prepara en el
fondo de sus ojos,
como la llegada de una nube antigua
nacida en medio del mar que mece el sol del
mediodía.
De Los
elementos del desastre
AMÉN
Que te acoja la muerte
con todos tus sueños intactos.
Al retorno de una furiosa adolescencia,
al comienzo de las vacaciones que nunca te dieron,
te distinguirá la muerte con su primer aviso.
Te abrirá los ojos a sus grandes aguas,
te iniciará en su constante brisa de otro mundo.
La muerte se confundirá con tus sueños
y en ellos reconocerá los signos
que antaño fuera dejando,
como un cazador que a su regreso
reconoce sus marcas en la brecha.
De Los
trabajos perdidos
NOCTURNO
Esta noche ha vuelto la lluvia sobre los cafetales.
Sobre las hojas de plátano,
sobre las altas ramas de los cámbulos,
ha vuelto a llover esta noche un agua persistente y
vastísima
que crece las acequias y comienza a henchir los
ríos
que gimen con su nocturna carga de lodos
vegetales.
La lluvia sobre el zinc de los tejados
canta su presencia y me aleja del sueño
hasta dejarme en un crecer de las aguas sin sosiego,
en la noche fresquísima que chorrea
por entre la bóveda de los cafetos
y escurre por el enfermo tronco de los balsos
gigantes.
Ahora, de repente, en mitad de la noche
ha regresado la lluvia sobre los cafetales
y entre el vocerío vegetal de las aguas
me llega la intacta materia de otros días
salvada del ajeno trabajo de los años.
De Los
trabajos perdido
GRIETA MATINAL
Cala tu miseria,
sondéala, conoce sus más escondidas cavernas.
Aceita los engranajes de tu miseria,
ponla en tu camino, ábrete paso con ella
y en cada puerta golpea
con los blancos cartílagos de tu miseria.
Compárala con la de otras gentes
y mide bien el asombro de sus diferencias,
la singular agudeza de sus bordes.
Ampárate en los suaves ángulos de tu miseria.
Ten presente a cada hora
que su materia es tu materia,
el único puerto del que conoces cada rada,
cada boya, cada señal desde la cálida tierra
donde llegas a reinar como Crusoe
entre la muchedumbre de sombras
que te rozan y con las que tropiezas
sin entender su propósito ni su costumbre.
Cultiva tu miseria,
hazla perdurable,
aliméntate de su savia,
envuélvete en el manto tejido con sus más
secretos
hilos.
Aprende a reconocerla entre todas,
no permitas que sea familiar a los otros
ni que la prolonguen abusivamente los tuyos.
Que te sea como agua bautismal
brotada de las grandes cloacas municipales,
como los arroyos que nacen en los mataderos.
Que se confunda con tus entrañas, tu miseria;
que contenga desde ahora los capítulos de tu
muerte,
los elementos de tu más certero abandono.
Nunca dejes de lado tu miseria,
así descanses a su vera
como junto al blanco cuerpo
del que se ha retirado el deseo.
Ten siempre lista tu miseria
y no permitas que se evada por distracción o
engaño.
Aprende a reconocerla hasta en sus más breves
signos:
el encogerse de las finas hojas del
carbonero,
el abrirse de las flores con la primera
frescura de la
tarde,
la soledad de una jaula de circo varada en el
lodo
del camino, el hollín en los arrabales,
el vaso de latón que mide la sopa en los
cuarteles,
la ropa desordenada de los ciegos,
las campanillas que agotan su llamado
en el solar sembrado de eucaliptos,
el yodo de las navegaciones.
No mezcles tu miseria en los asuntos de cada
día.
Aprende a guardarla para las horas de tu
solaz
y teje con ella la verdadera,
la sola materia perdurable
de tu episodio sobre la tierra.
CITA
In memoriam J. G. D.
Bien sea a la orilla del río que baja de la cordillera
golpeando sus aguas contra troncos y metales
dormidos,
en el primer puente que lo cruza y que atraviesa el
tren
en un estruendo que se confunde con el de las aguas;
allí, bajo la plancha de cemento,
con sus telarañas y sus grietas
donde moran grandes insectos y duermen los
murciélagos;
allí, junto a la fresca espuma que salta contra las
piedras;
allí bien pudiera ser.
O tal vez en un cuarto de hotel,
en una ciudad a donde acuden los tratantes de
ganado,
los comerciantes en mieles, los tostadores de café.
A la hora de mayor bullicio en las calles,
cuando se encienden las primeras luces
y se abren los burdeles
y de las cantinas sube la algarabía de los
tocadiscos,
el chocar de los vasos y el golpe de las bolas de
billar;
a esa hora convendría la cita
y tampoco habría esta vez incómodos testigos,
ni gentes de nuestro trato,
ni nada distinto de lo que antes te dije;
una pieza de hotel, con su aroma a jabón barato
y su cama manchada por la cópula urbana
de los ahítos hacendados.
O quizá en el hangar abandonado en la selva,
a donde arrimaban los hidroaviones para dejar el
correo.
Hay allí un cierto sosiego, un gótico recogimiento
bajo la estructura de vigas metálicas
invadidas por el óxido
y teñidas por un polen color naranja.
Afuera, el lento desorden de la selva,
su espeso aliento recorrido
de pronto por la gritería de los monos
y las bandadas de aves grasientas y rijosas.
Adentro, un aire suave poblado de líquenes
listado por el tañido de las láminas.
También allí la soledad necesaria,
el indispensable desamparo, el acre albedrío.
Otros lugares habría y muy diversas circunstancias;
pero al cabo es en nosotros
donde sucede el encuentro
y de nada sirve prepararlo ni esperarlo.
La muerte bienvenida nos exime de toda vana
sorpresa.
De Los
trabajos perdidos
CIUDAD
Un llanto,
un llanto de mujer
interminable,
sosegado,
casi tranquilo.
En la noche, un llanto de mujer me ha despertado.
Primero un ruido de cerradura,
después unos pies que vacilan
y luego, de pronto, el llanto.
Suspiros intermitentes
como caídas de un agua interior,
densa,
imperiosa,
inagotable,
como esclusa que acumula y libera sus aguas
o como hélice secreta
que detiene y reanuda su trabajo
trasegando el blanco tiempo de la noche.
Toda la ciudad se ha ido llenando de este llanto,
hasta los solares donde se amontonan las basuras,
bajo las cúpulas de los hospitales,
sobre las terrazas del verano,
en las discretas celdas de la prostitución,
en los papeles que se deslizan por solitarias
avenidas,
con el tibio vaho de ciertas cocinas militares,
en las medallas que reposan en joyeros de teca,
un llanto de mujer que ha llorado largamente
en el cuarto vecino,
por todos los que cavan su
tumba en el sueño,
por los que vigilan la mina del tiempo, por mí que
lo escucho sin conocer otra cosa que su frágil rodar por la intemperie
persiguiendo las calladas arenas del alba.
De Los
trabajos perdidos
CITA
Y ahora que sé que nunca visitaré Estambul,
me entero que me esperan en la calle de Shidah
Kardessi,
en el cuarto que está encima de la tienda del
oculista.
Un golpe de aguas contra las piedras de la
fortaleza,
me llamará cada día y cada noche
hasta cuando todo haya terminado.
Me llamará sin otra esperanza
que la del azar agridulce
que tira de los hilos neciamente
sin atender la música
ni seguir el asunto en el libreto.
Entretanto, en la calle de Shidah Kardessi
tomo posesión de mis asuntos
mientras se extiende el tiempo
en ondas crecientes y sin pausa
desde el cuarto que está encima
de la tienda del oculista
De Los
trabajos perdidos
LA MUERTE DEL CAPITÁN COOK
Cuando le preguntaron cómo era Grecia, habló
de una larga fila de casas de salud levantadas a orillas de un mar cuyas aguas
emponzoñadas llegaban hasta las angostas playas de agudos guijarros, en olas
lentas como el aceite.
Cuando le preguntaron cómo era Francia,
recordó un breve pasillo entre dos oficinas públicas en donde unos guardias
tiñosos registraban a una mujer que
sonreía avergonzada, mientras del patio subía
un chapoteo de cables en el agua.
Cuando le preguntaron cómo era Roma,
descubrió una fresca cicatriz en la ingle que dijo ser de una herida recibida
al intentar romper los cristales de un tranvía abandonado en las afueras y en
el cual unas mujeres embalsamaban a sus muertos.
Cuando le preguntaron si había visto el
desierto, explicó con detalle las costumbres eróticas y el calendario
migratorio de los insectos que anidan en las po-rosidades de los mármoles
comidos por el salitre de las radas y gastados por el manoseo de los comerciantes
del litoral.
Cuando le preguntaron cómo era Bélgica,
estableció la relación entre el debilitamiento del deseo ante una mujer
desnuda que, tendida de espaldas, sonríe torpemente y la oxidación intermitente
y progresiva de ciertas armas de fuego.
Cuando le preguntaron por un puerto del
Estrecho, mostró el ojo disecado de un ave de rapiña dentro del cual danzaban
las sombras del canto.
Cuando le preguntaron hasta dónde había ido,
respondió que un carguero lo había dejado en Valparaíso para cuidar de una
ciega que cantaba en las plazas y decía haber sido deslumbrada por la
luz de la Anunciación.
De Los
trabajos perdidos
SEÑAL
Van a cerrar el parque.
En los estanques
nacen de pronto amplias cavernas
en donde un tenue palpitar de hojas
denuncia los árboles en sombra.
Una sangre débil de consistencia
una savia rosácea,
se ha vertido sin descanso
en ciertos rincones del bosque,
sobre ciertos bancos.
Van a cerrar el parque
y la infancia de días impasibles y asoleados,
se perderá para siempre en la irrescatable tiniebla.
He alzado un brazo para
impedirlo;
ahora, más tarde, cuando ya nada puede hacerse.
Intento llamar y una gasa funeral
me ahoga todo sonido
no dejando otra vida
que esta de cada día
usada y ajena
a la tensa vigilia de otros años.
De Los trabajos perdidos
SONATA
Otra vez el tiempo te ha traído
al cerco de mis sueños funerales.
Tu piel, cierta humedad salina,
tus ojos asombrados de otros días,
con tu voz han venido, con tu pelo.
El tiempo, muchacha, que trabaja
como loba que entierra a sus cachorros
como óxido en las armas de caza,
como alga en la quilla del navío,
como lengua que lame la sal de los dormidos,
como el aire que sube de las minas,
como tren en la noche de los páramos.
De su opaco trabajo nos nutrimos
como pan de cristiano o rancia carne
que se enjuta en la fiebre de los ghettos.
A la sombra del tiempo, amiga mía,
un agua mansa de acequia me devuelve
lo que guardo de ti para ayudarme
a llegar hasta el fin de cada día.
De Los trabajos perdidos
|
Álvaro Mutis |
POEMA DE LÁSTIMAS A LA
MUERTE DE MARCEL PROUST
¿En qué rincón de tu alcoba, ante qué espejo,
tras qué olvidado frasco de jarabe,
hiciste tu pacto?
Cumplida la tregua de años, de meses,
de semanas de asfixia,
de interminables días del verano
vividos entre gruesos edredones,
buscando, llamando, rescatando,
la semilla intacta del tiempo,
construyendo un laberinto perdurable
donde el hábito pierde su especial energía,
su voraz exterminio;
la muerte acecha a los pies de tu cama,
labrando en tu rostro milenario
la máscara letal de tu agonía.
Se pega a tu oscuro pelo de rabino,
cava el pozo febril de tus ojeras
y algo de seca flor, de tenue ceniza volcánica,
de lavado vendaje de mendigo,
extiende por tu cuerpo
como un leve sudario de otro mundo
o un borroso sello que perdura.
Ahora la ves erguirse, venir hacia ti,
herirte en pleno pecho malamente
y pides a Celeste que abra las ventanas
donde el otoño golpea como una bestia herida.
Pero ella no te oye ya, no te comprende,
e inútilmente acude con presurosos dedos de
hilandera
para abrir aún más las llaves del oxígeno
y pasarte un poco del aire que te esquiva
y aliviar tu estertor de supliciado.
Monsieur Marcel ne se rend
compte de rien,
explica a tus amigos
que escépticos preguntan por tus males
y la llamas con el ronco ahogo del que inhala
el último aliento de su vida.
Tiendes tus manos al seco vacío del mundo,
rasgas la piel de tu garganta,
saltan tus dulces ojos de otros días
y por última vez tu pecho se alza
en un violento esfuerzo por librarse
del peso de la losa que te espera.
El silencio se hace en tus dominios,
mientras te precipitas vertiginosamente
hacia el nostálgico limbo donde habitan,
a la orilla del tiempo, tus criaturas.
Vagas sombras cruzan por tu rostro
a medida que ganas a la muerte
una nueva porción de tus asuntos
y, borrando el desorden de una larga agonía,
surgen tus facciones de
astuto cazador babilónico,
emergen del fondo de las aguas funerales
para mostrar al mundo
la fértil permanencia de tu sueño, la ruina del tiempo y las costumbres en
la frágil materia de los años.
De Los
trabajos perdidos
EXILIO
Voz del exilio, voz de pozo cegado,
voz huérfana, gran voz que se levanta
como hierba furiosa o pezuña de bestia,
voz sorda del exilio,
hoy ha brotado como una espesa sangre
reclamando mansamente su lugar
en algún sitio del mundo.
Hoy ha llamado en mí
el griterío de las aves que pasan en verde algarabía
sobre los cafetales, sobre las ceremoniosas hojas
del banano,
sobre las heladas espumas que bajan de los
páramos,
golpeando y sonando
y arrastrando consigo la pulpa del café
y las densas flores de los cámbulos.
Hoy, algo se ha detenido dentro de mí,
un espeso remanso hace girar,
de pronto, lenta, dulcemente,
rescatados en la superficie agitada de sus aguas,
ciertos días, ciertas horas del pasado,
a los que se aferra furiosamente
la materia más secreta y eficaz de mi vida.
Flotan ahora como troncos de tierno balso,
en serena evidencia de fieles testigos
y a ellos me acojo en este largo presente de exilado.
En el café, en casa de amigos, tornan con
dolor desteñido
Teruel, Jarama, Madrid, Irún, Somosierra,
Valencia
y luego Perpignan, Argeles, Dakar, Marsella.
A su rabia me uno, a su miseria
y olvido así quién soy, de dónde vengo
hasta cuando una noche
comienza el golpeteo de la lluvia
y corre el agua por las calles en silencio
y un olor húmedo y cierto
me regresa a las grandes noches del Tolima
en donde un vasto desorden de aguas
grita hasta el alba su vocerío vegetal;
su destronado poder, entre las ramas del sombrío,
chorrea aún en la mañana
acallando el borboteo espeso de la miel
en los pulidos calderos de cobre.
Y es entonces cuando peso mi exilio
y mido la irrescatable soledad de lo perdido
por lo que de anticipada muerte me corresponde
en cada hora, en cada día de ausencia
que lleno con asuntos y con seres
cuya extranjera condición me empuja
hacia la cal definitiva
de un sueño que roerá sus propias vestiduras,
hechas de una corteza de materias
desterradas por los años y el olvido.
De Los trabajos perdidos
SONATA
¿Sabes qué te esperaba tras esos pasos del arpa lla-
mándote de otro tiempo, de otros días?
¿Sabes por qué un rostro, un gesto, visto desde el
tren que se detiene al final del viaje,
antes de perderte en la ciudad que resbala entre la
niebla y la lluvia,
vuelven un día a visitarte, a decirte con unos labios
sin voz, la palabra que tal vez iba a salvarte?
¡A dónde has ido a plantar tus tiendas! ¿Por qué
esa ancla que revuelve las profundidades
ciegamente y tú nada sabes?
Una gran extensión de agua suavemente se mece en
vastas regiones ofrecidas al sol de la tarde;
aguas del gran río que luchan contra un mar en
extremo cruel y helado, que levanta sus olas contra
el cielo y va a perderlas tristemente en la lodosa
sabana del delta.
Tal vez eso pueda ser.
Tal vez allí te digan algo.
O callen fieramente y nada sepas.
¿Recuerdas cuando bajó al comedor para desayunar
y la viste de pronto, más niña, más lejana, más
bella
que nunca?
También allí esperaba algo emboscado.
Lo supiste por cierto sordo dolor que cierra el pecho.
Pero alguien habló.
Un sirviente dejó caer un plato.
Una risa en la mesa vecina,
algo rompió la cuerda que te sacaba del profundo
pozo como a José los mercaderes.
Hablaste entonces y sólo te quedó esa tristeza que
ya
sabes
y el dulceamargo encanto por su asombro ante el
mundo,
alzado al aire de cada día como un estandarte que
señalara tu presencia y el sitio de tus batallas.
¿Quién eres, entonces? ¿De dónde salen de pronto
esos asuntos en un puerto y ese tema que teje la
viola
tratando de llevarte a cierta plaza, a un silencioso
y viejo parque
con su estanque en donde navegan gozosos los
veleros
del verano?
No se puede saber todo.
No todo es tuyo.
No esta vez, por lo menos. Pero ya vas aprendiendo a
resignarte y a dejar que
otro poco tuyo se vaya al fondo definitivamente
y quedes más solo aún y más extraño,
como un camarero al que gritan en el desorden mati-
nal de los hoteles,
órdenes, insultos y vagas promesas, en todas las
len-
guas de la tierra.
De Los
trabajos perdidos
RESEÑA DE LOS HOSPITALES DE
ULTRAMAR
Al alba guardaban las grandes jaulas con
aves. Historia
de la Medicina en las Indias Orientales
VAN DER HOYSTER, 1735
Los altos muros grises elevaban su fábrica contra el cielo, anunciando la
presencia consoladora de aquellos edificios hechos al dolor y antesala de la
muerte.
Comentarios Médicos de las Indias JUAN DE MÁLAGA,
1726
Músicos, bailarines, actores y rameras vivían de las rentas de aquellos
Hospitales y creaban y recreaban la maravilla de sus fantasías en las capillas
y salones de los mismos. Historiae Institutionibus Benefitientiae PIETRO MARTELONI,
1789.
Los siguientes fragmentos pertenecen a un ciclo de relatos y alusiones
tejidos por Maqroll el Gaviero en la vejez de sus años, cuando el tema de la
enfermedad y de la muerte rondaba sus días y ocupaba buena parte de sus noches,
largas de insomnio y visitadas de recuerdos.
Con el nombre de Hospitales de Ultramar cubría el Gaviero
una amplia teoría de males, angustias, días en blanco en espera de nada, vergüenzas
de la carne, faltas de amistad, deudas nunca pagadas, semanas de hospital en
tierras desconocidas curando los efectos de largas navegaciones por aguas
emponzoñadas y climas malignos, fiebres de la infancia, en fin, todos esos
pasos que da el hombre usándose para la muerte, gastando sus fuerzas y bienes
para llegar a la tumba y terminar encogido en la ojera de su propio
desperdicio. Esos eran para él sus Hospitales de Ultramar
PREGÓN DE LOS HOSPITALES
¡Miren ustedes cómo es
de admirar la situación privilegiada de esta gran casa de enfermos!
¡Observen el dombo de los altos árboles cuyas
oscuras hojas, siempre húmedas, protegidas por un halo de plateada pelusa, dan
sombra a las avenidas por donde se pasean los dolientes!
¡Escuchen el amortiguado paso de los ruidos
lejanos, que dicen de la presencia de un mundo que viaja ordenadamente al
desastre de los años,
al olvido, al asombro desnudo del tiempo!
¡Abran bien los ojos y miren cómo la pulida
uña del síntoma marca a cada uno con su signo de especial desesperanza!;
sin herirlo casi, sin
perturbarlo, sin moverlo de su doméstica órbita de recuerdos y penas y seres
queridos,
para él tan lejanos ya y tan extranjeros en
su territorio de duelo.
¡Entren todos a vestir el ojoso manto de la
fiebre y conocer el temblor seráfico de la anemia
o la transparencia cerosa del cáncer que
guarda su materia muchas noches,
hasta desparramarse en la blanca mesa iluminada por un alto sol voltaico
que zumba dulcemente! ¡Adelante señores!
Aquí terminan los deseos imposibles:
el amor por la hermana,
los senos de la monja,
los juegos en los sótanos,
la soledad de las construcciones,
las piernas de las comulgantes,
todo termina aquí, señores.
¡Entren, entren!
Obedientes a la pestilencia que consuela y da
olvido,
que purifica y concede la gracia.
¡Adelante!
Prueben
la manzana podrida del cloroformo,
el blando paso del éter,
la montera niquelada que ciñe la faz de los mori-
bundos,
la ola granulada de los febrífugos,
la engañosa delicia vegetal de los jarabes,
la sólida lanceta que libera el último coágulo,
negro y ya poblado por los primeros signos de la
transformación.
¡Admiren la terraza donde ventilan algunos sus
males
como banderas en rehén!
¡Vengan todos
feligreses de las más altas dolencias!
¡Vengan a hacer el noviciado de la muerte, tan útil
a muchos, tan sabio en dones que infestan la tierra y la
preparan!
MORADA
Se internaba por entre altos acantilados
cuyas lisas paredes verticales penetraban mansamente en un agua dormida.
Navegaba en silencio. Una palabra, el golpe
de los remos, el ruido de una cadena en el fondo de la embarcación, retumbaban
largamente e inquietaban la fresca sombra que iba espesándose a medida que penetraba
en la isla.
En el atracadero, una escalinata ascendía
suavemente hasta el promontorio más alto sobre el que flotaba un amplio cielo
en desorden.
Pero antes de llegar allí y a tiempo que
subía las escaleras, fue descubriendo, a distinta altura y en orientación
diferente, amplias terrazas que debieron servir antaño para reunir la asamblea
de oficios o ritos
de una fe ya olvidada. No las protegía techo
alguno y el suelo de piedra rocosa devolvía durante la noche el calor
almacenado en el día, cuando el sol daba de lleno sobre la pulida superficie.
Eran seis terrazas en
total. En la primera se detuvo a descansar y olvidó el viaje, sus incidentes y
miserias.
En la segunda olvidó la razón que lo moviera
a venir y sintió en su cuerpo la mina secreta de los años.
En la tercera recordó esa mujer alta, de
grandes ojos oscuros y piel grave, que se le ofreció a cambio de un delicado
teorema de afectos y sacrificios.
Sobre la cuarta rodaba el viento sin descanso
y barría hasta la última huella del pasado.
En la quinta unos lienzos tendidos a secar le
dificultaron el paso. Parecían esconder algo que, al final, se disolvió en una
vaga inquietud semejante a la de ciertos días de la infancia.
En la sexta terraza creyó reconocer el lugar
y cuando se percató que era el mismo sitio frecuentado años antes con el ruido
de otros días, rodó por las anchas losas con los estertores de la asfixia...
A la mañana siguiente el practicante de turno
lo encontró aferrado a los barrotes de la cama, las ropas en desorden y
manando aún por la boca atónita la fatigada y oscura sangre de los muertos.
LAS PLAGAS DE MAQROLL
“Mis Plagas”, llamaba el Gaviero a las
enfermedades y males que le llevaban a los Hospitales de Ultramar. He aquí
algunas de las que con más frecuencia mencionaba:
Un gran hambre que aplaca la fiebre y la
esconde en la dulce cera de los ganglios.
La incontrolable
transformación del sueño en un sucederse de brillantes escamas que se ordenan
hasta reemplazar la piel por un deseo incontenible de soledad.
La desaparición de los pies como última consecuencia
de su vegetal mutación en desobediente materia tranquila.
Algunas miradas, siempre las mismas, en donde
la sospecha y el absoluto desinterés aparecen en igual proporción.
Un ala que sopla el viento negro de la noche
en la miseria de las navegaciones y que aleja toda voluntad,
todo propósito de sobrevivir al orden cerrado
de los días que se acumulan como lastre sin rumbo.
La espera gratuita de
una gran dicha que hierve y se prepara en la sangre, en olas sucesivas, nunca
presentes y determinadas, pero evidentes en sus signos:
un irritable y constante deseo, una especial
agilidad para contestar a nuestros enemigos, un apetito por carnes de caza
preparadas en un intrincado dogma de especies y la obsesiva frecuencia de
largos viajes en los sueños.
El ordenamiento presuroso de altas fábricas
en caminos despoblados.
El castigo de un ojo detenido en su duro
reproche de escualo que gasta su furia en la ronda transparente del acuario.
Un apetito fácil por ciertos dulces de
maizena teñida de rosa y que evocan la palabra Marianao.
La división del sueño entre la vida del
colegio y ciertas frescas sepulturas.
MOIROLOGHIA ∗
Un cardo amargo se demora para siempre en tu
garganta
¡oh Detenido!
Pesado cada uno de tus asuntos
no perteneces ya a lo que tu interés y vigilia
reclamaban.
Ahora inauguras la fresca cal de tus nuevas
vestiduras,
ahora estorbas, ¡Oh Detenido!
Voy a enumerarte algunas de las especies de tu nuevo
reino
desde donde no oyes a los tuyos deglutir tu muerte y
hacer memoria melosa de tus intemperancias.
Voy a decirte algunas de las cosas que cambiarán
para ti,
¡oh yerto sin mirada!
Tus ojos te serán dos túneles de viento fétido, quieto,
fácil, incoloro.
Tu boca moverá pausadamente la mueca de su
desleimiento.
∗ Moirologhia es un lamento o treno que cantan las mujeres
del Peloponeso alrededor del féretro o la tumba del difunto.
Tus brazos no conocerán más la tierra y
reposarán
en cruz,
vanos instrumentos solícitos a la carie acre
que los
invade.
¡Ay, desterrado! Aquí terminan todas tus
sorpresas,
tus ruidosos asombros de idiota.
Tu voz se hará del callado rastreo de muchas
y
diminutas bestias de color pardo,
de suaves derrumbamientos de materia polvosa
ya y
elevada en pequeños túmulos
que remedan tu estatura y que sostiene el
aire
sigiloso y ácido de los sepulcros.
Tus firmes creencias, tus vastos planes
para establecer una complicada fe de
categorías y
símbolos;
tu misericordia con otros, tu caridad en
casa,
tu ansiedad por el prestigio de tu alma entre
los
vivos,
tus luces de entendido,
en qué negro hueco golpean ahora,
cómo tropiezan vanamente con tu materia en
derrota.
De tus proezas de amante,
de tus secretos y nunca bien satisfechos
deseos,
el torcido curso de tus apetitos,
qué decir, ¡oh
sosegado!
De tu magro sexo encogido sólo mana ya la
linfa
rosácea de tus glándulas,
las primeras visitadas por el signo de la
descomposición.
¡Ni una leve sombra quedará en la caja para
testimoniar tus concupiscencias!
“Un día seré grande...”
solías decir en el alba
de tu ascenso por las jerarquías.
Ahora lo eres, ¡oh Venturoso! y en qué forma.
Te extiendes cada vez más
y desbordas el sitio que te fuera fijado
en un comienzo para tus transformaciones.
Grande eres en olor y palidez,
en desordenadas materias que se desparraman y
te
prolongan.
Grande como nunca lo hubieras soñado,
grande hasta sólo quedar en tu lugar, como
testimonio de tu descanso,
el breve cúmulo terroso de tus cosas más
minerales
y tercas.
Ahora, ¡oh tranquilo desheredado de las más
gratas
especies!,
eres como una barca varada en la copa de un
árbol, como la piel de una serpiente olvidada por su dueña en apartadas
regiones,
como joya que guarda la ramera bajo su
colchón astroso,
como ventana tapiada por la furia de las aves,
como música que clausura una feria de aldea, como la incómoda sal en los dedos
del oficiante, como el ciego ojo de mármol que se enmohece y
cubre de inmundicia,
como la piedra que da tumbos para siempre en
el fondo de las aguas,
como trapos en una ventana a la salida de la ciudad, como el piso de una
triste jaula de aves enfermas, como el ruido del agua en los lavatorios
públicos, como el golpe a un caballo ciego,
como el éter fétido que se demora sobre los techos, como el lejano gemido
del zorro
cuyas carnes desgarra una trampa escondida a
la orilla del estanque,
como tanto tallo quebrado por los amantes en
las tardes de verano,
como centinela sin órdenes ni armas,
como muerta medusa que muda su arco iris por
la opaca leche de los muertos,
como abandonado animal de caravana, como huella de mendigos que se hunden
al vadear
una charca que protege su refugio, como todo
eso ¡oh varado entre los sabios cirios! ¡Oh surto en las losas del ábside!
SE HACE UN RECUENTO DE CIERTAS VISIONES MEMORABLES DE MAQROLL EL GAVIERO, DE ALGUNAS DE SUS EXPERIENCIAS EN VARIOS DE
SUS VIAJES Y SE CATALOGAN ALGUNOS DE SUS OBJETOS MÁS FAMILIARES Y ANTIGUOS
SOLEDAD
En mitad de la selva,
en la más oscura noche de los grandes árboles, rodeado del húmedo silencio
esparcido por las vastas hojas del banano silvestre, conoció el
Gaviero el miedo de sus
miserias más secretas, el pavor de un gran vacío que le acechaba tras sus años
llenos de historias y de paisajes. Toda la noche permaneció el Gaviero en
dolorosa vigilia, esperando, temiendo el derrumbe de su ser, su naufragio en
las girantes aguas de la demencia. De estas amargas horas de insomnio le quedó
al Gaviero una secreta herida de la que manaba en ocasiones la tenue linfa de
un miedo secreto e innombrable. La algarabía de las cacatúas que cruzaban en
bandadas la rosada extensión del alba, lo devolvió al mundo de sus semejantes y
tornó a poner en sus manos las usuales herramientas del hombre. Ni el amor, ni
la desdicha, ni la esperanza, ni la ira volvieron a ser los mismos para él
después de su aterradora vigilia en la mojada y nocturna soledad de la selva.
LA CARRETA
Se la entregaron para que la llevara hasta
los abandonados socavones de la mina. Él mismo tuvo que empujarla hasta los
páramos sin ayuda de bestia alguna. Estaba cargada de lámparas y de
herramientas en desuso.
Fue al día siguiente de comenzar el viaje
cuando, en un descanso en el camino, advirtió en los costados del vehículo la
ilustrada secuencia de una historia imposible.
En el primer cuadro una mujer daba el pecho a
un guerrero herido en cuya abollada armadura se leían sentencias militares
escritas en latín. La hembra sonreía con malicia mientras el hombre se
desangraba mansamente.
En el segundo cuadro una familia de saltimbanquis
cruzaba las torrentosas aguas de un río, saltando por sobre grandes piedras
lisas que obstruían la corriente. En la otra orilla la misma mujer del cuadro
anterior les daba la bienvenida con anticipado júbilo en sus ademanes.
En el otro costado de la carreta la historia
continuaba: en el primer cuadro, un tren ascendía con dificultad una
pendiente, mientras un jinete se adelantaba a la locomotora meciendo un
estandarte con la efigie de Cristóbal Colón. Bajo las plateadas ramas de un
eucalipto la misma hembra de las ilustraciones ante-
riores mostraba a los atónitos viajeros la
rotundez de sus muslos mientras espulgaba concienzudamente su sexo.
El segundo cuadro mostraba un combate entre
guerrilleros vestidos de harapos y soldados con vistosos uniformes y cascos de
acero. Al fondo, sobre una colina, la misma mujer escribía apaciblemente una
carta de amor, recostada contra una roca color malva.
Olvidó el Gaviero el
cansancio de su tarea, olvidó las miserias sufridas y el porvenir que le
deparaba el camino, dejó de sentir el frío de los páramos y recorría los
detalles de cada cuadro con la alucinada certeza de que escondían una ardua
enseñanza, una útil y fecunda moraleja que nunca le sería dado desentrañar.
LETANÍA
Esta era la letanía recitada por el Gaviero mientras
se
bañaba en las torrenteras del delta:
Agonía de los oscuros
recoge tus frutos.
Miedo de los mayores
disuelve la esperanza.
Ansia de los débiles
itiga tus ramas.
Agua de los muertos
mide tu cauce.
Campana de las minas
modera tus voces.
Orgullo del deseo
olvida tus dones.
Herencia de los fuertes
rinde tus armas.
Llanto de las olvidadas
rescata tus frutos.
Y así seguía indefinidamente mientras el
ruido de las aguas ahogaba su voz y la tarde refrescaba sus carnes laceradas
por los oficios más variados y oscuros.
LIEDER
I
En alguna corte perdida,
tu nombre,
tu cuerpo vasto y blanco
entre dormidos guerreros.
En alguna corte perdida,
la red de tus sueños
meciendo palmeras,
barriendo terrazas,
limpiando el cielo.
En alguna corte perdida,
el silencio
de tu rostro antiguo.
¡Ay, dónde la corte!
En cuál de las esquinas
del tiempo,
del precario tiempo
que se me va dando
inútil y ajeno.
En alguna corte perdida
tus palabras
decidiendo,
asombrando,
cerniendo
el destino de los mejores.
En la noche de los bosques
los zorros buscan
tu rostro. En el cristal
de las ventanas
el vaho de su anhelo.
Así mis sueños
contra un presente
más que imposible
innecesario.
II
Giran, giran
los halcones
y en el vasto cielo
al aire de sus alas dan altura.
Alzas el rostro,
sigues su vuelo
y en tu cuello
nace un azul delta sin
salida.
¡Ay, lejana!
Ausente siempre.
Gira, halcón, gira;
lo que dure tu vuelo
durará este sueño en
otra vida.
LIED EN CRETA
A cien ventanas me
asomo,
el aire en silencio rueda
por los campos.
En cien caminos tu
nombre,
la noche sale a
encontrarlo,
estatua ciega.
Y, sin embargo,
desde el callado
polvo de Micenas,
ya tu rostro
y un cierto orden de la
piel
llegaban para habitar
la grave materia de mis
sueños.
Sólo allí respondes,
cada noche.
Y tu recuerdo en la vigilia
y, en la vigilia, tu
ausencia,
destilan un vago
alcohol
que recorre el pausado
naufragio de los años.
A cien ventanas me
asomo,
el aire en silencio
rueda.
En los campos,
un acre polvo micenio
anuncia una noche ciega
y en ella la sal de tu
piel
y tu rostro de antigua
moneda.
A esa certeza me
atengo.
Dicha cierta.
En un jardín te he soñado...
ANTONIO MACHADO
Jardín cerrado al tiempo
y al uso de los hombres.
Intacta, libre,
en generoso desorden
su materia vegetal
nvade avenidas y fuentes
y altos muros
y hace años cegó
rejas, puertas y ventanas
y calló para siempre
todo ajeno sonido.
Un tibio aliento lo recorre
y sólo la voz perpetua del agua
y algún leve y ciego
crujido vegetal
lo puebla de ecos familiares.
Allí, tal vez,
quede memoria
de lo que fuiste un
día.
Allí, tal vez,
cierta nocturna sombra
de humedad y asombro
diga de un nombre,
un simple nombre
que reina todavía
en el clausurado espacio
que imagino
para rescatar del olvido
nuestra fábula.
LIED DE LA NOCHE
La nuit vient sur un char
conduit par le silence
LAFONTAINE
Y, de repente,
llega la noche
como un aceite
de silencio y pena.
A su corriente me rindo
armado apenas
con la precaria red
de truncados recuerdos y nostalgias
que siguen insistiendo
en recobrar el perdido
territorio de su reino.
Como ebrios anzuelos
giran en la noche
nombres, quintas,
ciertas esquinas y plazas,
alcobas de la infancia,
rostros del colegio,
potreros, ríos
y muchachas
giran en vano
en el fresco silencio de la noche
y nadie acude a su reclamo.
Quebrantado y vencido
me rescatan los primeros
ruidos del alba,
cotidianos e insípidos
como la rutina de los días
que no serán ya
la febril primavera
que un día nos prometimos.
LIED MARINO
Vine a llamarte
a los acantilados.
Lancé tu nombre
y sólo el mar me respondió
desde la leche instantánea
y voraz de sus espumas.
Por el desorden recurrente
de las aguas cruza tu nombre
como un pez que se debate y huye
hacia la vasta lejanía.
Hacia un horizonte
de menta y sombra,
viaja tu nombre
rodando por el mar del verano.
Con la noche que llega
regresan la soledad y su cortejo
de sueños funerales.