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29 junio, 2012

El tren a Burdeos, de Marguerite Duras

de Marguerite Duras
Marguerite Duras en  plena juventud

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

FIN

El último cliente de la noche, de Marguerite Duras

(Cuento. Texto completo )
Marguerite Duras

Marguerite Duras, imagen de su juventud
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nos quedamos varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación hasta entrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos del bar, de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamos una profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Ya no sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los mismos frente a esta disposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después, fue menos grave, una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.
FIN


06 septiembre, 2011

ALBERT CAMUS


Nota introductoria:

por Ana Alejandre

En 2010 se cumplió el primer cincuentenario del fallecimiento de Albert Camus, en un accidente automovilístico, que tuvo lugar el 14 de enero de 1960. Esta muerte significó no sólo la pérdida de un intelectual de su talla, sino también la desaparición de un referente obligado  de rebeldía, de inconformismo, de hombre comprometido en la lucha por las libertades de los ciudadanos y contrario al sistema, lo que le supuso el rechazo de muchos y el ser blanco de críticas atroces, de descalificaciones injustas y de la incomprensión que recibió sin tregua de muchos de los intelectuales de su época, empezando por el propio Sartre, pero eso no empañó en él su sinceridad, su firmes convicciones y la honestidad a ultranza que mantuvo hasta el día de su muerte. Fue lúcidamente congruente con sus propias ideas  hasta el final de su vida.
Forma parte de una larga lista de escritores a los que considero imprescindibles, auténticos y de una talla literaria tan preclara que hace que entre sus obras se encuentren títulos que forman parte de la lista de obras maestras de la literatura universal, como pueden ser El extranjero y La peste, entre otras.


Biografía
                                                                                                 



Camus nació en Mondovi (actualmente Drean, Argelia), el 7 de noviembre de 1913., en el seno de una familia de colonos franceses (a los que, se conocía, en Francia  con el término despectivo de “pieds-noirs”). Su padre era de origen alsaciano (los que huyeron de dicha región durante la ocupación alemana tras la guerra franco-prusiana): y fue  llamado a filas durante la primera guerra mundial, por lo que resultó herido gravemente en combate durante la batalla del Marne y  murió en un hospital el 17 de octubre de 1914. Su madre era una mujer analfabeta, casi muda, y, de orígenes españoles, menorquinos,  aunque nació en Argelia
Al fallecer su padre, la familia quedó prácticamente en la ruina, lo que la obligó a trasladarse a vivir a un barrio mísero de Argel. Empieza a cursar estudios gracias a las becas y la ayuda de algunos de sus profesores que se dan cuenta de su talento y la rapidez de su progreso.. Por esta ayuda recibida, Camus dedicó su Premio Nobel a su maestro de primeria y tuvo siempre frases de elogio y agradecimiento a quienes fueron sus introductores en la lengua francesa y en la cultura europea.
            Cursó estudios en la Universidad de Argel, de la licenciatura en Filosofía y Letras que no llegó a acabar porque se lo impidió la tuberculosis que empezó a padecer. Empezó a escribir a escribir muy joven, por lo que a los 19 años comenzó a publicar en la Revista “Sud”.
Fundó una compañía de teatro llamada “El teatro del trabajo” formada por aficionados y dedicada a la representación de obras de los autores clásicos que iban dedicadas a las clases trabajadoras. Por entonces, comenzó su militancia en el Partido Comunista -una sección del Partido Comunista Francés, del que se apartó en 1939, tras el pacto germano-soviético que le supuso una ruptura con sus antiguos camaradas. Colaboraba frecuentemente con el diario de frente popular. Fue allí donde publicó “La miseria de Kabilia”, fruto de un trabajo suyo de investigación, que obtuvo una gran resonancia, por lo que fue cerrada dicha publicación y El Gobierno  le obstaculizó cualquier intento de encontrar trabajo en Argel.
Además comenzó a trabajar como periodista y realizó muchos viajes por Europa. Publicó su primera obra, Nupcias, en 1939, que era  un conjunto de artículos que  contenían reflexiones inspiradas por sus lecturas y viajes.
Se traslada a París y comenzó a trabajar como redactor en el periódico París-Soir. En 1943, comienza a trabajar en la editorial Gallimard. Fue director de Combat, una publicación clandestina desde 1945 a 1947.
Al estallar la II Guerra Mundial participó activamente en la Resistencia francesa contra la ocupación alemana, y fue entonces cuando publicó la que se considera su gran novela El extranjero, en 1942., considerada como la obra más importante del “existencialismo” y de la literatura del absurdo, aunque en ella se nota la enorme influencia que tuvo en Camus la obra de Nietzsche, más profunda aún en este escritor  que el propio existencialismo. Su protagonista, Meursalt, que representa al arquetipo del antihéroe, es la imagen de un nihilista, quien asiste completamente indiferente al entierro de su madre, hecho que no despierta en él ningún sentimiento de dolor. Poco después,  mata a un árabe sin ningún motivo y por este asesinato es condenado a muerte en absurdo juicio. Este personaje representa la imagen de un mundo caótico, que ha perdido todos los valores más importantes, que viven sumido en una alienación, entre la sensación angustiosa del absurdo existencial y la decepción vital, por lo que los únicos estímulos a los que responde son los físicos, no  a aquellos propios de un ser humano que aún conserva su propia identidad y su humanidad. Por ello, cuando Mersalt trata de explicar al tribunal las posibles motivaciones de su crimen, sólo puede alegar la desconcertante razón de que lo hizo porque le molestaba el sol. Camus intenta decir que su protagonista no es un ser anómalo, patológico, sino la imagen que representa a un sociedad sin valores, sin ideales, asomada al precipicio del absurdo, de la angustia existencial y del más absoluto nihilismo.
 A esta obra cumbre, le sigue El mito de Sísifo, también de 1942, en la que se advierte también la fuerte influencia del existencialismo en el autor.
Cuando finaliza la II Guerra Mundial, la obra de Camus evoluciona y deriva hacia una patente defensa de los valores humanos: la integridad, la fraternidad y la dignidad como única defensa posible ante el avance del nihilismo. Se identifica con la imagen del hombre, del ser humano real, como individuo que está insertado y forma parte de la propia Naturaleza, por lo que reniega de las abstracciones como hombre que era de un origen pueblerino; pero no por ello renuncia a las ideas anarquistas que le despiertan un especial interés y con las que se encuentra identificado.
Esta postura claramente defensora del hombre y de su propia dignidad a la que defiende contra todos los totalitarismos, le lleva a enfrentarse con los más insignes representantes de la intelectualidad francesa, representada por Sartre y Beauvoir y todos su adláteres, denunciando  el la represión soviética, el gulag, lo que todos aquellos consideran una traición al pensamiento comunista y a sus sistemas políticos. Todo esto le costó un alto precio porque a partir de 1956, cuando la revolución argelina se inició en busca de la independencia francesa, le supuso a Camus un grave conflicto de lealtades ya que se debatía entre la defensa de una Argelia libre pero francesa, lo cual era una utopía irrealizable. El defendía la idea de poder llegar a un entendimiento entre las partes, porque temía que el uso de la violencia podría traer consecuencias terribles para Argelia que la llevara a una dictadura sangrienta o la creación de otro gulag con tan terribles consecuencias como en el caso del soviético.
            Escribió también teatro con corte existencialista como fue, Calígula, en 1945, que se le considera una de las importantes de su obra teatral. La novela titulada La peste, de 1947, también muestra el interés de este autor por el absurdo existencial, pero reconoce el valor de los seres humanos ante las desgracias y catástrofes de todo tipo, como única forma de salvación personal y colectiva, no sólo ante los hechos terribles, sino ante la propia vida. En esta obra afirma que ·”cada uno lleva dentro de sí la peste”,  y reconoce que, desde que abandonó la lucha armada y se decantó por defender siempre a las víctimas se condenó a sí mismo a un “exilio definitivo”.
 Aunque en su novela La peste, de 1947, Camus todavía se interesa por el absurdo fundamental de la existencia, reconoce el valor de los seres humanos ante los desastres existenciales. Afirma en esta obra que “cada uno lleva dentro de sí la peste” y que desde el mismo momento en que se decidió a no matar y a ponerse siempre del lado de las víctimas, se condenó a un “exilio definitivo”.
            Otras obras fueron El hombre rebelde,  de1951; la obra de teatro Estado de sitio (1948); la novela La caída, 1956 y un conjunto de relatos El exilio y el reino (1957). Colecciones de sus trabajos periodísticos fueron publicadas con el título de Actuelles (3 volúmenes, 1950, 1953 y 1958) y El verano (1954). Una muerte feliz (1971), aunque  salió publicada póstumamente, es su primera novela. En 1994, publicó su hija  la novela  inclonclusa  El primer hombre que escribía cuando murió, .Sus Cuadernos, que se refieren a los años que van dese 1935 a 1951, se publicaron  después de su muerte en dos volúmenes (1962 y 1964).
Su obra está escrita con un estilo claro. vigoroso y conciso,  a través del cual expresa la filosofía del absurdo,  la sensación de vacío, desencanto y angustia existencial,  pero a su vez hace hincapié en  el reconocimiento de los valores esenciales del hombre y de su propia e inalienable dignidad y fraternidad con sus semejantes.
            Sus orígenes españoles y la simpatía que le despertaba el pueblo español,  se vieron aumentados por la larga relación sentimental que mantuvo durante muchos años con la actriz española afincada en Francia, María Casares.
 Camus, obtuvo en 1957 el Premio Nobel de Literatura y falleció murió en un accidente  automovilístico en Villeblerin (Francia) el 4 de enero de 1960.
            A pesar del largo tiempo transcurrido desde su muerte, la obra de Camus sigue siendo imprescindible para entender la literatura del siglo XX, de la que forma parte como uno de los exponentes más importantes. Cualquiera de sus obras le sonarán al lector como totalmente actuales porque en ellas hablo de lo que es congénito en el ser humano: la dignidad, la lucha contra la injusticia, los totalitarismos y la defensa de los valores como la fraternidad y la tolerancia en un mundo que se abocaba al suicidio moral, a caballo entre el nihilismo y la desesperanza.
            Un escritor que ha pasado a la Historia de la Literatura, porque fue incómodo para  algunos de sus coetáneos y el poder establecido, y un referente necesario para muchos franceses y europeos por su tenaz y valiente defensa de los valores que antes y ahora están en peligro de extinción en esta sociedad desarbolada que se acerca cada vez más al precipicio.



29 enero, 2011

JEAN PAUL SARTRE


                                                                           Jean Paul Sartre


por Ana Alejandre 

Jean Paul Sartre Nació en París, el 21 de junio de 1905. cursó estudiós en la Escuela Normal Superior de su ciudad natal, después en la Universidad de Friburgo (Suiza) y en el Instituto Francés de Berlín (Alemania).  Más tarde, fue profesor de Filosofía en varios liceos desde 1929 hasta el comienzo de la II Guerra Mundial, que fue cuando se incorporó al Ejército.


Hecho prisionero por los alemanes, desde 1940 hasta 1941, año en el que fue puesto en libertad. Más adelante dio clases en Neuilly (Francia) y, posteriormente, en París, en donde colaboró con la Resistencia francesa. Las autoridades alemanas, que ignoraban sus actividades clandestinas, admitieron la puesta en escena de su obra de teatro antiautoritaria Las moscas (1943) y, más tarde, también permitieron la publicación del más famoso título de su trabajo filosófico El ser y la nada (1943).

En1945 decidió abandonar su actividad docente y fundó, entre otros, con Simone de Beauvoir, escritora e intelectual de gran resonancia con la que mantuvo una larga relación que duró varias décadas y que es el eje central de la biografía más abajo comentada-, Les Temps Modernes, revista política y literaria de la que fue editor jefe. Su fama de socialista independiente a partir de 1947 le vino por su crítica tanto contra la Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas (URSS) como contra Estados Unidos, durante los años de la Guerra fría.

En casi todos sus escritos de la década de 1950  aparecen reflejadas cuestiones políticas, con especial hincapié en sus denuncias de la actitud represora y violenta del Ejército francés en Argelia.  Pro ese motivo, y a pesar de ser llamado reiteradamente a la actividad política de tendencias marxistas, Sartre nunca se afilió al Partido Comunista Francés, y pudo así conservar su independencia de juicio para criticar apasionada y reiteradamente las intervenciones militares soviéticas en Hungría (1956) y en Checoslovaquia (1968).

En 1964, rechazó el Premio Nobel de Literatura que le fue concedido, y adujo para tal negativa que su aceptación comprometería su libertad e independencia como escritor.

El 15 de abril de 1980, falleció en París este personaje influyente en las corrientes intelectuales y literarias de su época y cuya resonancia llega y perdura hasta el presente

12 octubre, 2010

JAMES JOYCE





James Joyce 


por Ana Alejandre

or Ana Alejandre

Hablar de James Joyce es hacerlo de uno de los escritores más emblemáticos e influyentes del siglo XX, reconocido como tal por el extraordinario análisis psicológico de los personajes que hace, y por sus desconcertantes e innovadoras técnicas narrativas que han hecho decir a alguno de sus más importantes estudiosos de su obra que, después de veinte años de tratar de comprender una de sus libros más importante, además del mítico Ulises, como es Finnegans Wake, de 1939, su última y más enigmática obra, aún no sabe de qué trata o qué quiere decir con ella.
Es por ello, que no se comprendería la literatura del siglo XX sin esta figura literaria que encierra en su talento narrativo el deseo de no ponérselo fácil a lectores y críticos, tal como dice la siguiente cita de su autoría: “He puesto muchos laberintos y enigmas que mantendrán ocupados durante siglos a los profesores, discutiendo sobre lo que yo quería decir. Es la única manera de lograr la inmortalidad”.

Pasemos a ver la biografía de este irlandés universal que revolucionó la literatura de su época y cuyos ecos e influencias llegan hasta nuestros días.

Nació en Dublín, concretamente en el suburbio de Ratgar, el 2 de febrero de 1882, en el seno de una familia católica. Su padre era un funcionario con una economía nada saneada, teniendo en cuenta que el matrimonio tenía diez hijos, del que era el mayor James. Esa circunstancia le permitió cursar estudios con los jesuitas que le influyeron  en un doble sentido: en la rigurosidad  metódica que aplicaba en sus escritos, en primer lugar; y en la aversión al catolicismo  al que criticó fervientemente, en segundo lugar.
La situación económica familiar se agrava y se ve obligado a abandonar dicho colegio para pasar a estudiar a otro público, el colegio Belvedere. En esta etapa comienza a desarrollarse su innegable vocación literaria.

Se matricula en el University Callage de Dublín, en 1898.para estudiar lenguas comparadas que siempre le habían despertado sumo interés. Empieza a colaborar con la Forthnighly Review, en la que publica un estudio sobre Ibsen, titulado 'El nuevo drama de Ibsen', autor que se había convertido en un referente literario a lo largo de su juventud. Es en esta época universitaria cuando rompe definitivamente con la Iglesia Católica.

Posteriormente, en 1902, cuando consigue su graduación, se marcha a París para proseguir sus estudios. Por la ruina familiar que se produce en esos años, tiene que volver a Dublin, sobre todo porque su madre cae gravemente enferma y le suplica antes de morir a su hijo que no renegará de la religión católica como había estado haciendo desde su época universitaria y que cuidará de su padre que ya está completamente alcoholizado y enferme, sumido en la mayor miseria. Todo indica que no hizo caso a ninguna de las peticiones de su madre y que ni siquiera mostró arrepentimiento ante su lecho de muerte, lo que no le fue perdonado por su familia.

Muerta su madre se inicia una etapa de desesperación para el escritor que comienza a frecuentar los barrios bajos de Dublin, etapa ésta que le inspiró parte de su obra. En esa etapa tenía como única salida el arte, pero sumido siempre en una escasísima economía, basada en diversos trabajos y en los préstamos de sus amigos. Fue en 1907 cuando sufrió el primer ataque de iritis, grave enfermedad ocular que le provocó casi una ceguera total.

Música de cámara, fue su primera obra publicada en 1907, contiene 36 poemas de amor, de exquisita factura,  en los que se  reflejan nítidamente la influencia de la poesía lírica isabelina y  la poesía lírica inglesa de finales del siglo XIX. Su segunda publicación, un libro de 15 cuentos titulado Dublineses (1914), tiene como tema central las vivencias de la infancia y adolescencia, de la familia y de la vida pública de Dublin. Aunque estos cuentos fueron encargados para ser publicados en una revista destinada a granjeros, The Irish Homestead, el director de dicha publicación consideró que esta obra no era la más apropiada para el público lector a la que iba dirigida.

Fue en 1904 cuando tuvo su primer encuentro con la camarera Nora Barnacle con la que conviviría sin mantener matrimonio hasta 1931, cuando ya habían nacido los hijos de la pareja y por deseo ferviente de su hija Lucía que instaba a sus padres a que se casaran. La familia vivió sucesivamente en Trieste, París y Zurich. Ambos se trasladan a Zurich y luego a Trieste para cubrir una plaza de profesor de inglés en la Berlitz.

Por aquel entonces, Trieste, era un puerto pequeño y sin importancia económica alguna,  pero no por ello carente de interés cultural, ya que era un crisol de culturas, lenguas,  razas y  tradiciones  que se fundían entre si, por lo que se había convertido  un una especie metrópolis intercultural  en la que se fundían las culturas  mediterráneas y orientales, lo que influyó especialmente en sus obras.

En Trieste, el escritor escribió "Dublineses" y parte del "Retrato del artista adolescente", pleno de actividad creadora.

 En 1912 vuelve a Irlanda,  donde quería publicar el libro dedicado a las "Gentes de Dublín", que el primer título de "Dublineses". A pesar de ello, se embarca en un proyecto relacionado con el cine Volta que parecía tener un gran predicamento en esos años y se prometedor de sustanciales ganancias, pero el proyecto fracasó y se arruinó completamente, por lo que se ve de nuevo obligado a volver a Trieste para seguir con sus clases de inglés y allí nacieron sus dos hijos Giorgio y Lucía.

Cuando comienza la I Guerra Mundial tuvieron que trasladarse a Locamo (Suiza) y empezaron de nuevo sus problemas económicos, pero esta vez encontraron el apoyo en manos de los Rockefeller que, conociendo la fama del escritor que se estaba perfilando como uno de los mejores en lengua inglesa, le subvencionaron la publicación de sus obras, algunas en revistas como es el caso de Retrato de un artista adolescente que fue publicada en una revista de Nueva York que le dio una gran difusión.

La primera novela de Joyce fue Retrato de un artista adolescente, publicada en 1916, y es de influencia autobiográfica, ya que retrata la adolescencia y juventud de un joven escrito Stephen Dedalus que no conseguía un editor para su obra. En esta novela, Joyce utiliza un estilo intimista, basado en el diálogo interior de los personajes, con una recreación rica en matices de la vida interior de los mismos y una descripción sorprendente de sus emociones y pensamientos, recurso que utilizaría en obras posteriores. Joyce también se interesa por el teatro y escribe la obra Exiliados en 1918.

Sin embargo, la obra cumbre de Joyce, se publicó en 1922, obra que rompe con toda la literatura convencional del momento, pues en ella se encuentra experimentos con el lenguaje, gran riqueza simbólica, estilos periodísticos, parodias de catecismos, sin olvidar las duras críticas y feroces ataques a la Iglesia Católica y al Estado. Por su contenido, algunos de sus capítulos fueron tachados de “obscenos” y fueron muy censurados.

Esta obra tiene como base la propia Odisea, pero en una parodia crítica e irónica. La acción transcurre durante 24 horas del día 16 de junio de 1904, en los que transcurren las peripecias juveniles de unos amigos dublineses de un estrato social medio bajo. Sus personajes Leopold Bloom, su mujer Molly, y Stephen Dedalus, personaje que ya existía en El retrato de un artista adolescente, a los que hay que sumar la ciudad de Dublín como trasfondo y escenario en el que transcurre la acción, lo que le añade la crítica social de ese tiempo con una vivacidad definidora y transgresora, al mismo tiempo, que dota a esta obra de una extraordinaria y melancólica belleza, no exenta de estupor que deja al lector con una indefinible sensación de que lo que ha leído está demasiado cerca, vivo y palpitante por lo que resulta difícil de olvidar, aunque algunas veces puede resultar incomprensible.

En la década de los veinte se traslada a París y es en esos años cuando la enfermedad ocular que venía padeciendo se agudiza de forma irreversible. Sus viajes a Irlanda se van espaciando, pero en un viaje a Inglaterra se empieza a pergeñar en su mente lo que sería su siguiente obra: Finnegans wake, obra ambiciosa en la que trata de explicar a través de la ficción una teoría cíclica de la historia y para ello utiliza sus novedosas técnicas narrativas: mundo onírico, pues utiliza los sueños que ha tenido su protagonista Humphrey Chimpden Earwicker, durante una sola noche –aquí de nuevo recurre a la compartimentación temporal del tiempo narrativo, al igual que en Ulises- juegos con las palabras y el lenguaje, uso de diferentes idiomas,  y nuevos experimentos narrativos. Fue publicada ya en 1939, dos años antes del fallecimiento de Joyce, pues murió a consecuencia de una peritonitis que le sobrevino después de padecer una úlcera de duodeno.

Otras obras publicadas son dos libros de poesía, Poemas, manzanas (1927) y Collected Poems (1936).

Stephen, el héroe,  que fue publicada en 1944, se considera una primera versión de Retrato. Además, en 1968, su biógrafo, Richard Ellman, publicó un original inédito Giacomo, obra poco extensa y que se considera la primera versión de Ulises.

El estilo de Joyce está basado en la utilización de símbolos para poder expresar lo que el propio autor denominaba “epifanía”, es decir la revelación de cualidades interiores que permanecían ocultas. Por ese motivo, en sus primeras obras se advierte la precisa descripción anímica y psicológica de sus personajes, además de hacer una excelente observación de los problemas graves de Irlanda y de sus artistas a principios del siglo XX.

Otro tema referente en la obra de Joyce es el análisis que realiza sobre todo en sus dos últimas y más importantes obras, de las relaciones familiares de los artistas que son los protagonistas, en toda su complejidad de caracteres y en su siempre turbulenta vida amorosa, cuestiones éstas que son de vital importancia en todo artista por su propia idiosincrasia.

Resumiendo, Joyce empleó sabiamente y supo combinar a la perfección los tres estilos literarios predominantes en su época como eran el realismo, naturalismo y el simbolismo, éste último que empezaba a surgir, consiguiendo unos resultados de tal riqueza literaria que es de todos conocida y que ha tenido una gran influencia y resonancia en la literatura de la segunda mitad del siglo XX, hasta llegar a nuestros días.


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Véase

Se relacionan aquellos libros publicados en España y que se exponen ordenados alfabéticamente.
En otros idiomas, principalmente el inglés, existen infinidad de obras sobre J. Joyce y su obra que no se relacionan por no hacer exhaustiva esta lista bibliográfica.
  1. Eco, Umberto. Las poéticas de Joyce. Barcelona: Lumen, 1993. Obra fundamental, por rigurosa, exhaustiva y completa de la obra, el estilo y el lenguaje del gran escritor irlandés..Ellmann, Richard. James Joyce. Barcelona: Editorial Anagrama, 1991. La biografía más definitoria y profunda de Joyce.
  2. Gilbert, Stuart. El "Ulises" de James Joyce. Madrid: Siglo XXI Editores, 1971. Obra de análisis crítico y linguístico que estudia el paralelismo entre el Ulises de Joyce y el de Homero. Es fundamental para el estudio de la obra más emblemática de J. Joyce.
  3. Gilbert, Stuart. El "Ulises" de James Joyce. Madrid: Siglo XXI Editores, 1971. Obra de análisis crítico y linguístico que estudia el paralelismo entre el Ulises de Joyce y el de Homero. Es fundamental para el estudio de la obra más emblemática de J. Joyce.
  4. Gross, John. Joyce. Barcelona: Grijalbo, 1975. Quizás es el libro más fácil y ameno en su lectura y que aporta nuevos y originales puntos de vista para entender al escritor en cuestión. Recomendable a quenes deseen una primera toma de contacto con el universo de Joyce, 
  5. Hayman, David. Guía del Ulises. Madrid: Editorial Fundamentos, 1979. Este libro es a modo de guía para iniciarse en el apasionante mundo del creador de Ulises. Es de lectura muy interesante y amena. Muy recomendable para los no iniciados en la obra de la que trata.
Todos estos títulos son fundamentales, magníficos en su estudio y planteamiento y, por ello, muy recomendables.

Comentario sobre la obra de James Joyce



Comentario


Todo parece indicar que, además de sus enfermedades, el fracaso de esta última obra en la que se recogen todas las novedosas técnicas narrativas que utilizaba este autor, pero llevándolas hasta límites extremos como puede ser la utilización de múltiples idiomas –se pueden llegar a contar hasta sesenta-, vocablos sorprendentes por desconocidos, incluyendo palabras nuevas.
Además, a este escritor, como a otros muchos, los marcó gravemente las dos guerras mundiales en los que sus países se vieron involucrados, con el consiguiente exilio y penurias sin fin que tuvieron que soportar.
James Joyce, por tanto, pertenece a esa generación de artistas, de escritores, que usaron nuevos lenguajes de expresión que ahora se podrían calificar de vanguardias, pero que no son más que la forma que el arte tiene de expresar la crítica feroz al mundo que les toco vivir, que es el mismo de ahora, pero con menos adelantos tecnológicos.
Esta generación de artistas, son los que dan el grito de alarma porque han vivido y sufrido la horrible hecatombe que han supuesto las dos guerras mundiales que han dejado el mundo anterior aniquilado; y nos ofrecen en sus obras la advertencia de que los restos de esa misma tragedia, repetida en diferentes décadas, deben ser una aviso para la Humanidad, y lo hacen con las únicas armas de su talento, de su capacidad creadora, ofreciéndonos la visión que ha quedado en sus retinas de que ya nada será igual que antes, igual a ese mundo que ellos vivieron y del que presenciaron su fin, porque, en definitiva, nos advierten a través de sus obras, que todo puede volver a repetirse y ser aún más horrible que lo anterior. Para ello, nos dejan ese infinito legado de arte y belleza que nos proporciona a todos una nueva y más lucida mirada.



Citas de James Joyce









He puesto muchos laberintos y enigmas que mantendrán ocupados durantes siglos a los profesores discutiendo sobre lo que yo quería decir. Es la única manera de lograr la inmortalidad.

Me hablas de lengua, patria y religión. Esas son las redes de las que he de procurar escapar

Los genios no cometen errores. Sus errores son siempre voluntarios y originan algún descubrimiento.

Dios ha hecho los alimentos y el diablo, la sal y las salsas.

Las naciones tienen su ego, al igual que los individuos.


Una nación es mucha gente que vive en el mismo lugar.


Las acciones de los hombres son las mejores intérpretes de sus pensamientos.

Yo soy el mañana, o algún día futuro que establezco hoy. Hoy soy lo que he establecido ayer o en días anteriores.”


El amor (entendido como un deseo hacia el otro) es un fenómeno tan poco natural que se repite muy pocas veces. El alma no puede permitirse ser virgen otra vez y no tiene la energía suficiente para desterrarse nuevamente en el océano de otra alma.

La irresponsabilidad forma parte del placer del arte. Aquella parte que ninguna escuela reconoce.

El día que muera, Dublín estará escrito en mi corazón.

No pen, no ink, no table, no room, no time, no quiet, no inclination (no pluma, no tinta, no mesa, no habitación, no tiempo, no quietud, no inclinación -vocación-).
.
Me dan miedo esas grandes palabras que nos hacen tan infelices.

Mi niñez se inclina a mi lado. Demasiado lejos para que yo apoye una mano en ella por una vez ligeramente.

El arte tiene dos lenguas.

Odos los días encuentran su fin.

Mis consumidores (lectores) no son mis propios productores?

Amor, amor, amor ¿por qué me has dejado solo?

Un encuentro, de James Joyce







Se exponen a continuación, dos relatos de la obra Dublineses, de James Joyce, cuyos textos son íntegros.




Un encuentro
[Cuento. Texto completo]
James Joyce
Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. Él y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de la Calle Gardiner y el aura apacible de la señora Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando:
-¡Ya, yaka, yaka, yaka!
Nadie quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad, sin embargo.
El espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física. Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de parecer aplicados o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives norteamericanos en que de vez en cuando pasan muchachas toscas, salvajes y bellas. Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con un número de The Halfpenny Marvel.
-¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el día hubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubo levantado... ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo?
Cuando Leo Dillon entregó la revista todos los corazones dieron un salto y pusimos cara de no romper un plato. El padre Butler la hojeó, ceñudo.
-¿Qué es esta basura? -dijo-. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en esta escuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de... escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o...
Tal reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que solamente estas crónicas desaforadas parecían ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas.
Las vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo:
-Hasta mañana, socios.
Esa noche dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí de lo más bien.
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente. Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo:
-Vámonos. Ya sabía yo que ese manteca era un fulastre.
-¿Y sus seis peniques...? -dije.
-Perdió prenda -dijo Mahony-. Y mejor para nosotros: en vez de seis, tenemos nueve peniques cada uno.
Caminamos por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo de niñas andrajosas, apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dos andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá, cuá, ¡cuáqueros!, creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la insignia de un equipo de críquet en su gorra. Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar la señora Ryan a las tres.
Luego llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas crujientes para activarnos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto -las barcazas anunciadas desde lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla opuesta. Mahony habló de la buena aventura que sería enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de nosotros y su influencia parecía que se esfumaba.
Cruzamos el Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran en compañía de dos obreros y de un judío menudo que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan serios que resultábamos casi solemnes, pero en una ocasión durante el corto viaje nuestros ojos se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos la descarga de la linda goleta de tres palos que habíamos contemplado desde el muelle de enfrente. Algunos espectadores dijeron que era un velero noruego. Caminé hasta la proa y traté de descifrar la leyenda inscrita en ella pero, al no poder hacerlo, regresé a examinar a los marinos extranjeros para ver si alguno tenía los ojos verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los ojos de los marineros eran azules, grises y hasta negros. El único marinero cuyos ojos podían llamarse con toda propiedad verdes era uno grande, que divertía al público en el muelle gritando alegremente cada vez que caían las albardas:
-¡Muy bueno! ¡Muy bueno!
Cuando nos cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta Ringsend. El día se había hecho sofocante y en las ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate, que comimos muy despacio mientras vagábamos por las mugrientas calles en que vivían las familias de los pescadores. No encontramos ninguna lechería, así que nos llegamos a un vendedor ambulante y compramos una botella de limonada de frambuesa para cada uno. Ya refrescado, Mahony persiguió un gato por un callejón, pero se le escapó hacia un terreno abierto. Estábamos bastante cansados los dos y cuando llegamos al campo nos dirigimos enseguida hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos ver el Dodder.
Se había hecho demasiado tarde y estábamos muy cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de visitar el Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony miró su tiraflechas, compungido, y tuve que sugerir regresar en el tren para que recobrara su alegría. El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los anhelos mustios y las migajas de las provisiones.
Estábamos solos en el campo. Después de estar echados en la falda de la loma un rato sin hablar, vi un hombre que se acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes que las muchachas cogen para adivinar la suerte. Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y con la otra agarraba un bastón con el que golpeaba la yerba con suavidad.
Se veía miserable en su traje verdinegro y llevaba un sombrero de copa alta. Debía de ser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros pies nos echó una mirada rápida y siguió su camino. Lo seguimos con la vista y vimos que no había caminado cincuenta pasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón, y lo hacía con tanta lentitud que pensé que buscaba algo en la yerba.
Se detuvo cuando llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días. Correspondimos y se sentó junto a nosotros en la cuesta, lentamente y con mucho cuidado. Empezó hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un verano caluroso, pero añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde su niñez -hace mucho tiempo. Habló de que la época más feliz es, indudablemente, la de los días escolares y dijo que daría cualquier cosa por ser joven otra vez. Mientras expresaba semejantes ideas, bastante aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si habíamos leídos los versos de Tomás Moro o las obras de Walter Scott y de Lytton. Yo aparenté haber leído todos esos libros de los que él hablaba, por lo que finalmente me dijo:
-Ajá, ya veo que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora -añadió, apuntando para Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos-, que éste se ve que es diferente: lo que le gusta es jugar.
Dijo que tenía todos los libros de Walter Scott y de Lytton en su casa y nunca se aburría de leerlos.
-Por supuesto -dijo-, que hay algunas obras de Lytton que un menor no puede leer.
Mahony le preguntó que por qué no las podían leer, pregunta que me sobresaltó y abochornó porque temí que el hombre iba a creer que yo era tan tonto como Mahony. El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su boca grandes huecos entre los dientes amarillos. Entonces nos preguntó que quién de los dos tenía más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres chiquitas. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me dijo que estaba seguro que debía de tener por lo menos una. Me quedé callado.
-Dígame -dijo Mahoney, parejero, al hombre- ¿y cuántas tiene usted?
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él era de nuestra edad tenía novias a montones.
-Todos los muchachos -dijo- tienen noviecitas.
Su actitud sobre este particular me pareció extrañamente liberal para una persona mayor. Para mí que lo que decía de los muchachos y de las novias era razonable. Pero me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por qué le darían tembleques una o dos veces, como si temiera algo o como si de pronto tuviera escalofrío. Mientras hablaba me di cuenta de que tenía un buen acento. Empezó a hablarnos de las muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las manos y de cómo no todas eran tan buenas como parecían si uno no sabía a qué atenerse. Nada le gustaba tanto, dijo, como mirar a una muchacha bonita, con sus suaves manos blancas y su lindo pelo sedoso. Me dio la impresión de que estaba repitiendo algo que se había aprendido de memoria o de que, atraída por las palabras que decía, su mente daba vueltas una y otra vez en una misma órbita. A veces hablaba como si hiciera alusión a hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y hablaba misteriosamente, como si nos estuviera contando un secreto que no quería que nadie más oyera. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y dándoles vueltas con su voz monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras lo escuchaba.
Después de un largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso en pie lentamente, diciendo que tenía que dejarnos por uno o dos minutos más o menos, y, sin cambiar yo la dirección de mi mirada, lo vi alejarse lentamente camino del extremo más próximo del terreno. Nos quedamos callados cuando se fue. Después de unos minutos de silencio oí a Mahony exclamar:
-¡Mira  lo que hace!
Como ni miré ni levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo:
-¡Pero mira eso!... ¡Qué viejo más estrambótico!
-En caso de que nos pregunte el nombre -dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamo Smith.
No dijimos más. Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando el hombre regresó y otra vez se sentó al lado nuestro. Apenas se había sentado cuando Mahony, viendo de nuevo el gato que se le había escapado antes, se levantó de un salto y lo persiguió a campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony empezó a tirarle piedras a la cerca por la que subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo del terreno, errático.
Después de un intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era un travieso y me preguntó si le daban azotes con frecuencia en la escuela. Estuve a punto de decirle que no éramos alumnos de la escuela pública para que nos dieran azotes, como decía él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre la manera de castigar a los muchachos. Su mente, como imantada de nuevo por lo que decía, pareció dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su nuevo eje. Dijo que cuando los muchachos eran así había que darles azotes y darles duro. Cuando un muchacho salía travieso y malo no había nada que le hiciera tanto bien como una buena paliza. Un manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que estaba pidiendo era una buena paliza en caliente. Me sorprendió su ánimo, por lo que involuntariamente eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mirada: un par de ojos color verde botella que me miraban debajo de una frente fruncida. De nuevo desvié la vista.
El hombre siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su liberalismo de hace poco. Dijo que si él encontraba a un muchacho hablando con una muchacha o teniendo novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaría a no andar hablando con muchachas. Y si un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba una paliza como nunca le habían dado a nadie en este mundo. Dijo que no había nada en el mundo que le agradara más. Me describió cómo le daría una paliza a semejante mocoso como si estuviera revelando un misterio barroco. Esto le gustaba a él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz, mientras me guiaba monótona a través del misterio, se hizo afectuosa, como si me rogara que lo comprendiera.
Esperé a que hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse en pie de repente. Por miedo a traicionar mi agitación me demoré un momento, aparentando que me arreglaba un zapato y luego, diciendo que me tenía que ir, le di los buenos días. Subí la cuesta en calma pero mi corazón latía rápido del miedo a que me agarrara por un tobillo. Cuando llegué a la cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo traviesa:
-¡Murphy!
Había un forzado dejo de bravuconería en mi voz y me abochorné de treta tan burda. Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con otro grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él corría hacia mí a campo traviesa! Corría como si viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente arrepentido: porque dentro de mí había sentido por él siempre un poco de desprecio.
FIN

Traductor

DEAN KOONTZ, EL ESCRITOR QUE PREDIJO EL COVID_19

Dean Koontz D ean R. Koontz El escritor que predijo en su novela “Los ojos de la oscuridad”, la pandemia del coronavirus “alrededor de 202...