La felicidad es
tanto más grande cuando menos se la advierte. (Alberto Moravia)
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31 enero, 2013
Citas de Alberto Moravia
Alberto Moravia |
- La
amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla
como sea.
- El
ignorante tiene valor; el sabio miedo.
- Una
dictadura es un estado en el que todos temen a uno y uno a todos.
- Sentido
común: algo así como salud contagiosa.
- La
vejez es una enfermedad como cualquier otra en la cual al final uno se
muere irremisiblemente.
- La
felicidad es tanto mayor cuanto menos la advertimos.
- El
amor puede hacerlo todo, y también lo contrario de todo.
- El
amor es un juego; el casamiento un negocio.
- Curiosamente,
los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que
han votado.
- La política es el arte de conseguir que los
ricos te entreguen su dinero mientras los pobres te votan y, una vez
conseguido eso, defender a los unos de los otros para que haya
tranquilidad en la república.
El amante rechazado, de Alberto Moravia
(Relato..Texto
completo)
Alberto Moravia, en su juventud |
La calle se mostraba como una
especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y
amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos
troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados
por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y
amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto
habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la
pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y
el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro
copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna
de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y
despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos
colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva
evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un
significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color
de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no
tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió
que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Empezamos a caminar delante y atrás
sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y
azulado del crepúsculo otoñal.
-En fin -dijo Livio con un furor
contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo,
paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar
todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un
constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos
redondos... Un bruto, eso es lo que es.
Dulcemente le contesté, observando el
bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de
los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que
no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas
por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después
prosiguió:
-La verdad, en cambio, es que él es
rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de
su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has
oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?
Dije que lo había notado todo. Pero
¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo.
Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la
hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía
adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.
Livio
dijo:
-Ella es una boba... o, mejor dicho,
una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no
son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha
fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro
costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me
los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he
interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con
la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme
que por constructor entendía un hombre rico y nada más...
Le dije que razonar de esa manera era
en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante,
le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos.
Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí
donde desemboca en la avenida a lo largo del río.
Livio me indicó que nos acercásemos al
parapeto y después prosiguió:
-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía,
por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la
vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones,
de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni
pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro
patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha
vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...
Por encima de las defensas del río, en
el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes
oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro
detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus
puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos
plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se
veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas
elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a
puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra,
hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras.
Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la
hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le
había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían
fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.
-Ah, ¿no se debería pedir nada a la
gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya
has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué
tono de obstinada desolación lo ha dicho?
Nadie pasaba por la avenida junto al
río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones,
verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.
-Tal vez no la halagabas lo suficiente
-dije.
Livio repuso:
-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería
que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que
ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que
darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada,
que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la
verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que
le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...
Me
eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones.
[...]
-Sin embargo -dijo Livio como
acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades...
me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que
lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese
Santoro...
Yo volví a reír:
-Probablemente, para abandonarlo le
habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le
ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy
conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y
entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así?
Él dijo con estupor:
-Así ha sido... pero era la verdad...
yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan
empecinada contra mí...
De pronto nos encontramos en un
remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia
el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...]
Dije:
-Tu error ha sido tomarte demasiado en
serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que
pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que
el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el
de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres
que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a
cada uno de ellos.
Meneó
la cabeza y contestó:
-Será como dices tú... pero lo que
hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras
hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que
pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas
experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no
tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad
era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la
sensación de hacer algo sin esperanza...
El crepúsculo se había ya
convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos
faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo
hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad,
contesté:
-Entonces
no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la
voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos
querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no
podías esperar.
Contestó:
-Eso es verdad... pero no quita que
perderla sea muy amargo...
Me reí:
-Cuántas cosas querrías -dije.
Yo había entrado en un gran montón de
hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el
mayor ruido posible.
-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te
ha dado?
Yo tenía las hojas hasta la mitad de
la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:
-Así que se acabó.
-Eso,
se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía
incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una
especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un
orden preestablecido y superior.
Dejar a Matilde, de Alberto Moravia
(Relato. Texto completo
Alberto Moravia |
Un
amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y
motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para
decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o
menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se
refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado,
muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los
dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas,
incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la
primera oportunidad.
La
oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli,
cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces,
tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que
había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una
satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me
acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en
voz alta:
-Esta
vez se acabó, vaya si se acabó.
Este
juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y
sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por
mí al teléfono.
Fui
al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la
vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo
estás?
-Estoy
bien -contesté, duro.
-Perdóname
por anoche..., pero no pude, de verdad.
-No
importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...
-¿Qué
cosa?
-Una
importante.
-¿Una
cosa buena?
-Según...
Para mí sí.
-¿Y
para mí?
Dije
tras un momento de reflexión:
-Claro,
también para ti.
-¿Y
qué cosa es?
-Te
la diré mañana.
-No,
dímela hoy.
-No
me mates...
-Está
bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es
fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me
quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una
voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana:
iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría
también un poco. Dije:
-Está
bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui
a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de
Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida
abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría
hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me
gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la
boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy
cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un
animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la
dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la
tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz
tierna:
-¿Qué?
¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté
huraño:
-Vamos,
monta.
Y
ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos.
Salimos.
Una
vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día
festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía
hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo
diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo
mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después,
pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la
excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de
Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O
bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras
regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como
por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de
su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que
hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me
dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo
diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se
apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo,
como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en
ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una
voz alegre y tierna:
-¡Eh!
¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un
beso.
Digo
la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas
formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”.
Una
vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había
balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada
más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con
un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira
blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos
juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos
por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo
había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido,
como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía
decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
-Voy
a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y
yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría
justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba
aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y
vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y
quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que
ella decía, siempre con su voz cariñosa:
-Giulio,
no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así
fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la
cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me
quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso.
Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por
qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y
yo contesté espontáneamente:
-Pienso
en lo que tengo que decirte.
-Pues
dilo.
Estaba
a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan
de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
-Mira,
mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié
una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda
desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:
-Me
duermo. ¡No me molestes!
Y
me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada
saber lo que quería decirle.
Matilde
durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos
a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los
pies en el agua.
Volvió
a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla.
Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia
adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento
que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida
que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla
tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité
fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”.
Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza,
diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no
me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era
pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban,
montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella
había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina,
había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora,
desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la
orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la
mejilla, diciendo:
-Y
ahora comemos.
Abrimos
el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me
había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía
en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el
momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto,
me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba
la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas
blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz
de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi
declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno,
dime ahora esa cosa.
Estaba
a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
-No,
no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me
quieres mucho?
-No
-respondí.
-¿Entonces
quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces,
¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas
son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-.
Basta, no quiero saber nada.
-No,
tengo que decirte que...
Pero
ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón,
si quieres que te dé un beso.
¿Qué
podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un
beso largo que me pareció sincero.
Al
final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos
hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De
modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me
metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije
con voz natural:
-Lo
que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas
estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi
nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel
lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar.
Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho
desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba
sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo.
Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y
tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe,
estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa
la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en
la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento
en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia
hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella.
Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite
lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La
arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté
flojo:
-Bueno,
no lo repito, pero déjame en paz.
Pero
ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y
eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después
me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de
habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una
de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen,
volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería
mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la
dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo
Colombo.
Pero
al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio,
ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me
sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero,
¿por qué?
Y
ella, con una buena carcajada:
-He
querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de
no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió
hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
FIN
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Traductor
DEAN KOONTZ, EL ESCRITOR QUE PREDIJO EL COVID_19
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