(Relato..Texto
completo)
Alberto Moravia, en su juventud |
La calle se mostraba como una
especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y
amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos
troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados
por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y
amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto
habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la
pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y
el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro
copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna
de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y
despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos
colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva
evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un
significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color
de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no
tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió
que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Empezamos a caminar delante y atrás
sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y
azulado del crepúsculo otoñal.
-En fin -dijo Livio con un furor
contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo,
paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar
todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un
constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos
redondos... Un bruto, eso es lo que es.
Dulcemente le contesté, observando el
bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de
los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que
no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas
por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después
prosiguió:
-La verdad, en cambio, es que él es
rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de
su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has
oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?
Dije que lo había notado todo. Pero
¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo.
Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la
hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía
adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.
Livio
dijo:
-Ella es una boba... o, mejor dicho,
una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no
son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha
fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro
costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me
los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he
interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con
la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme
que por constructor entendía un hombre rico y nada más...
Le dije que razonar de esa manera era
en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante,
le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos.
Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí
donde desemboca en la avenida a lo largo del río.
Livio me indicó que nos acercásemos al
parapeto y después prosiguió:
-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía,
por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la
vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones,
de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni
pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro
patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha
vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...
Por encima de las defensas del río, en
el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes
oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro
detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus
puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos
plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se
veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas
elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a
puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra,
hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras.
Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la
hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le
había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían
fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.
-Ah, ¿no se debería pedir nada a la
gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya
has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué
tono de obstinada desolación lo ha dicho?
Nadie pasaba por la avenida junto al
río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones,
verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.
-Tal vez no la halagabas lo suficiente
-dije.
Livio repuso:
-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería
que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que
ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que
darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada,
que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la
verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que
le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...
Me
eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones.
[...]
-Sin embargo -dijo Livio como
acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades...
me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que
lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese
Santoro...
Yo volví a reír:
-Probablemente, para abandonarlo le
habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le
ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy
conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y
entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así?
Él dijo con estupor:
-Así ha sido... pero era la verdad...
yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan
empecinada contra mí...
De pronto nos encontramos en un
remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia
el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...]
Dije:
-Tu error ha sido tomarte demasiado en
serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que
pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que
el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el
de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres
que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a
cada uno de ellos.
Meneó
la cabeza y contestó:
-Será como dices tú... pero lo que
hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras
hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que
pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas
experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no
tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad
era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la
sensación de hacer algo sin esperanza...
El crepúsculo se había ya
convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos
faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo
hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad,
contesté:
-Entonces
no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la
voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos
querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no
podías esperar.
Contestó:
-Eso es verdad... pero no quita que
perderla sea muy amargo...
Me reí:
-Cuántas cosas querrías -dije.
Yo había entrado en un gran montón de
hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el
mayor ruido posible.
-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te
ha dado?
Yo tenía las hojas hasta la mitad de
la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:
-Así que se acabó.
-Eso,
se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía
incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una
especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un
orden preestablecido y superior.