31 enero, 2013

ALBERTO MORAVIA



  La felicidad es tanto más grande cuando menos se la advierte. (Alberto Moravia)


            
Alberto Moravia, escritor
Alberto Moravia, pseudónimo de Alberto Pincherle (1907-1990), conocido escritor italiano nacido en Roma de una familia acomodada. 

No cursó estudios regulares por lo que se le puede considerar un autodidacta., cuya ausencia de las aulas fue debida a que desde los nueve años padeció tuberculosis ósea y tuvo que estar más de una década ingresado en un sanatorio, donde dedicó su tiempo a la lectura. Después de algunas colaboraciones con la revista "900" de Bontempelli, inició su carrera de escritor con la que, a juicio de la crítica, sigue siendo su novela más significativa, Los indiferentes (1929) historia en la que realiza una crítica de la atonía espiritual, el vacío vital, el letargo moral y la sexualidad morbosa y decadente de los personajes que reflejan a la burguesía dominante y que socavó las bases morales que pregonaba y reivindicaba el fascismo como resultado del "orden" impuesto. Desde la perspectiva del personaje visto como persona inadecuada para vivir en la sociedad de su época, el autor retomó ese recurso argumental, en consonancia con la tradición literaria de Svevo o Borgese, por ejemplo; y en cuanto al aspecto formal, utilizó la prosa fría, aséptica y desnuda de todo artificio, similar al lenguaje forense en el que prima la definición exacta y carente de todo recurso a la subjetividad que le otorgaba a su prosa un estilo austero y realista que se hizo patente en esa primera novela que le proporcionó, desde su publicación,  fama y reconocimiento en Italia. Desde ese momento, toda su obra posterior volvió a insistir sobre el mismo tema: el tedio existencial, la atonía moral de unos personajes atrapados en la propia trampa que significa la ambición, el dinero y el sexo, sin capacidad de reaccionar ante esa decrepitud moral y sin ninguna esperanza ni ganas de luchar por un futuro mejor y vivido con mayor dignidad. Moravia es la voz de la conciencia moral dormida de la sociedad de su época que se rebela ante la falta de autocrítica de sus contemporáneos. 

Posteriormente, otra novela suya, La mascarada (1941), se constituye en una sátira de los dirigentes fascistas de la II Guerra Mundial, por lo que fue prohibida por los gobernantes de su país y Moravia tuvo que permanecer oculto para no tener que ingresar en prisión. 

Después de la guerra publicó nuevas obras entre las que se cuentan Agostini, (1944); que trata sobre la problemática de la adolescencia y la iniciación sexual. Es una obra en la que aparecen determinadas notas líricas que sorprenden en Moravia. La romana (1947), novela protagonizada por un personaje capaz de sacrificarse por una noble causa y que se considera un homenaje del autor a la Resistencia, y la colección de narraciones breves El amor conyugal y otros cuentos (1949), en los que realiza un profundo estudio psicológico de sus personajes y de las circunstancias sociales que los envuelven. En su obra más famosa y significativa, La ciociara (La campesina, 1957), se inspiró en sus propias experiencias para narrar la historia de dos refugiados italianos. En su novela posterior La noia (El aburrimiento, 1960), vuelve a tratar del hastío y la falta de sentido vital de cada ser humano que vive en nuestra época y es la obra en la que emplea técnicas de análisis de la propia realidad sociológica en la que viven sus personajes (el psicoanálisis, el marxismo, técnicas sociológicas y de comunicación de masas); y, posteriormente, en La mentira (1965) hace una reflexión sobre la condición de todo escritor.Entre sus últimas obras se hayan algunas de gran contenido teórico, con un estilo que se decanta más por una novela-debate ideológico, de lo que puede servir de ejemplo los dos títulos que publicó años más tarde 1934 (1982) y El hombre que mira (1985), siendo esta última la historia de un encuentro entre un joven antifascista italiano y una joven alemana. A esa misma etapa literaria pertenece Cuentos romanos (1983), una colección de 20 narraciones cortas. 

Además, en una búsqueda incansable de formas de experimentación, escribió textos teatrales, reportajes de viaje, críticas cinematográficas, ya que desde 1955 hasta su muerte ejerció de crítico del semanal "L'Espresso" y a todo esto hay que sumarle su papel de intelectual militante, escribiendo en la prensa acerca de los temas más variados y candentes del momento. Sus ensayos fueron reunidos en El hombre como fin y otros ensayos (L'uomo come fine) (1963), que sirvió como texto fundamental y polémico del debate intelectual durante varias décadas.

Citas de Alberto Moravia



Alberto Moravia
  • La amistad es más difícil y más rara que el amor. Por eso, hay que salvarla como sea.
  • El ignorante tiene valor; el sabio miedo.
  • Una dictadura es un estado en el que todos temen a uno y uno a todos.
  • Sentido común: algo así como salud contagiosa.
  • La vejez es una enfermedad como cualquier otra en la cual al final uno se muere irremisiblemente.
  • La felicidad es tanto mayor cuanto menos la advertimos.
  • El amor puede hacerlo todo, y también lo contrario de todo.
  • El amor es un juego; el casamiento un negocio.
  • Curiosamente, los votantes no se sienten responsables de los fracasos del gobierno que han votado.
  • La política es el arte de conseguir que los ricos te entreguen su dinero mientras los pobres te votan y, una vez conseguido eso, defender a los unos de los otros para que haya tranquilidad en la república.


El amante rechazado, de Alberto Moravia


(Relato..Texto completo)


Alberto Moravia, en su juventud
La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.
-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos... Un bruto, eso es lo que es.
Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:
-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?
Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.
Livio dijo:
-Ella es una boba... o, mejor dicho, una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más...
Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río.
Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió:
-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...
Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.
-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?
Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.
-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije.
Livio repuso:
-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...
Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. [...]
-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades... me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro...
Yo volví a reír:
-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así?
Él dijo con estupor:
-Así ha sido... pero era la verdad... yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan empecinada contra mí...
De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...]
Dije:
-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos.
Meneó la cabeza y contestó:
-Será como dices tú... pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la sensación de hacer algo sin esperanza...
El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté:
-Entonces no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no podías esperar.
Contestó:
-Eso es verdad... pero no quita que perderla sea muy amargo...
Me reí:
-Cuántas cosas querrías -dije.
Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible.
-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado?
Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:
-Así que se acabó.
-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.

Dejar a Matilde, de Alberto Moravia


(Relato. Texto completo

Alberto Moravia
Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté, duro.
-Perdóname por anoche..., pero no pude, de verdad.
-No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según... Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
-Claro, también para ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates...
-Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”.
Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:
-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:
-Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.
-No, tengo que decirte que...
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
FIN

30 junio, 2012

MARGUERITE DURAS

por Ana Alejandre

Margarite Duras
Marguerite Duras, novelista, dramaturga directora y guionista de cine, nació en Saigon (en la actualidad se llama Ciudad Ho Chi Minh), el 4 de abril de 1914. Vivió en la Indochina francesa durante su infancia y adolescencia, lo que le produjó una huella imborrable por  las vivencias que tuvo en dicho país y que le inspiraron muchas de sus obras más notables.

En 1943 cambió su nombre por el que todos la conocemos, Marguerite Duras, inspirada en el nombre  de una localidad de Lot-et-Garonne, villa en la que se encontraba la casa familiar.

Se traslada a Francia en 1932 y en ese país estudió las carreras de Derecho, Matemáticas y Ciencias Políticas y trabajó como secretaria en el Ministerio de las Colonias desde 1935 a 1941.

Contrajo matrimonio en 1939 con Robert Antelme y de cuya unión nació un hijo que murió en 1942. Conoció a Dionys Mascolo en ese mismo año, hombre que sería su amante después y con el que participo en la Resistencia Francesa durante la II Guerra Mundial en un grupo que cayó en una emboscada por parte de los alemanes y de la cual Marguerite pudo escapar, siendo ayudada por François Miterrand, quien sería el famoso político décadas después. Su marido, Robert Antelme fue apresado en dicha emboscada y enviado a prisión, el 1 de julio de 1944, y enviado al campo de concentración de Dachau. Cuando fue liberado, en 1945, y regresa a su hogar, por las graves circunstancias de salud en las que vuelve, Marguerite decide quedarse con él para cuidarle, a pesar de su deseo de divorciarse, hecho dramático que sirve de trama en su novela El dolor (La doleur), a pesar de que hay ciertas dudas sobre la exactitud de lo que relata en dicha obra. Al fin, se divorcian en 1946.

            Publica su primera novela en 1943, Los imprudentes (Les imprudents) y, al año siguiente, La vida tranquila (La vie tranquile), obras que  en las que son evidentes las influencias narrativas sajonas que después se decantarían hacia las del nouveau roman en sus obras posteriores.

Margarite Duras en su mesa de trabajo
            La fama, sin embargo, no le llegaría hasta la publicación de su novela de inspiración autobiográfica Un dique contra el pacífico (Un barrage contre le Pacifique), publicada en 1950, fama que le sería refrendada con el Premio Goncourt que le concedieron en 1984 con su famosísima novela El amante, del mismo año, también con tintes autobiográficos,y obra que fue conocida mundialmente y tuvo una tirada de más de tres millones de ejemplares y traducida a más de cuarenta idiomas.

Otras obras posteriores fueron  los títulos Moderato cantabile (1958), Los viaductos del Sena y Oise (Les Viaducs de la Seine et Oise), de 1959;  Hiroshima, amor mío (Hiroshima mon amour), 1960, novela esta última de la que escribió el guión de la película inspirada en dicha obra y dirigida por Alain Resnais;  El mediodía de M. Andesmas) (L'après-midi de M. Andesmas), (1960), entre otras.  Además dirigió ella misma otras películas como son los títulos  India song  y Los niños, entre otras, cuya relación de filmografía se puede encontrar en otro apartado más abajo.

Otra imagen de Margarite Duras
            Duras tuvo una vida tormentosa y novelesca. En toda su obra se advierten sus temas que son el motivo central de su narrativa: la destrucción, el amor, la soledad,  la alienación, el desamor y el paso del tiempo. Por ello, en la obra de esta escritora se puede encontrar continuamente como telón de fondo siempre historias de personajes atormentados por la búsqueda del amor, por la huida de la soledad, pero también el deseo se encuentra presente, tanto el sexual como el propio deseo vital e irrefrenable de encontrar un lugar en el mundo y la propia identidad. Todo esto va siendo  narrado a través de las palabras, pero también del silencio, porque en esa oquedad  sonora que representa el silencio, está implícito el significado oculto de las propias palabras que encuentran en el silencio su contrapunto perfecto  que hace que el significado de aquellas sea mucho más definitorio, mucho más evidente y clarificador.

            Entre los personajes principales en la obra de Marguerite duras está uno muy importante e ineludble en el universo literario de esta escritora: su propia madre, la que le marcó profundamente con su falta de amor. DSu influencia la convirtió a  ella, la escritora, en un personaje basculante entre la necesidad afectiva y las que el cuerpo le dictaban. Apasionada e imprevisible como fue Marguerite, por influencia de su madre  que conforma de una manera altamente expresiva el mapa literario, mental y sentimental de su hija.

Marguerite duras en los últimos años de su vida.
            Marguerite Duras fue siempre una escritora y un personaje controvertido que gozaba igualmente de las simpatías y admiración de muchos, como del rechazo de otros. Su carácter no tenía términos medios, sino que parecía estar cincelado con rasgos tan definidos como contradictorios: apasionada, dulce, irritable y explosiva; genial y a ratos narcisista y caprichosa. Ella decía de sí misma, como  la mejor y más concisa definición en la que entraban y explicaba todas sus propias contradicciones: "Yo soy una escritora, no vale la pena decir nada más".

            Reivindicaba la escritura como forma de exorcizar a los propios demonios interiores y para hacer más soportable la realidad y esta reivindicación la expresaba diciendo:” Escribir, escribir a pesar de todo, a pesar de la desesperación”. Además, ella sabía y aceptaba que la propia escritura y la obra consiguiente nunca podría expresar con total exactitud lo que el escritor quiere decir y poder reflejar así su propio imaginario que se expresa a través de la creación. La búsqueda de la palabra exacta, de la expresión justa se convierte así en prioritario para ella, quien compara a la escritura al amor, y a ambos los considera como una “prueba", término usado constantemente por esta escritora, al aceptar de antemano que la expresión escrita y la amorosa nunca podrán alcanzar la definición exacta  de lo creado por el escritor o de la propia intensidad de la pasión amorosa. Así afirma esta escritora: "Escribir es tratar de saber lo que uno escribiría si uno escribiera". Con esta frase reafirma su idea de que la escritura es una” prueba”, es decir, un ensayo sobre algo ideal, sea la obra literaria o el amor, lo que nunca se llega a expresar debidamente.

            Toda ese deseo de expresión máxima produce en ella casi un intento inconsciente de llegar a la catarsis a través de la escritura. Por ello, su obra siempre se centra en la arquitectura literaria que parte del núcleo central de una explosión central, es decir un momento inicial en el que se desencadenan los hechos que destruyen el escenario vital y mental de sus protagonistas, y a través de esta explosión de violencia psicológica, se construye la parte discursiva de la obra que está construida siempre sobre los pilares que encarnan la muerte y el deseo, pero no se habla siempre de muerte física, sino de la muerte psicológica o emocional. Y lo expresa con una escueta frase: ““Destruir”, pero esa destrucción es la que permite que de lo destruido nazca un orden nuevo, una realidad distinta, en diferentes matices y variaciones que construyen otra realidad diferente asentada sobre las cenizas de la anterior. Eterno retorno, como el yin y el yan, es decir, los dos polos opuestos de la realidad, como son la destrucción y el nacimiento posterior  de otra realidad distinta, ciclos que vuelven siempre, en ese eterno retorno del que nos habla la sabiduría milenaria oriental: amor y desamor, vida y muerte, control y desenfreno total., indiferencia y pasión

            A lo largo de su vida mantuvo amistad con intelectuales de su época, entre los que destacan Albert Camus, Paul Sartre, Simone de Beauvoir y un largo etcétera, aunque con muchos encuentros y desencuentros.

Duras militó en el Partido Comunista hasta su expulsión en 1955

Marguerite Duras en los últimos tiempos
 cuando ya le aquejaba la terrible enfermedad que padeció.
La  obra literaria  de esta autora  está formada por unas cuarenta novelas y una docena de piezas de teatro.

 Su  obra dramática fue reconocida en 1983 por la Academia Francesa con el  Gran Premio del Teatro.. Además de dicho galardón, recibió otros muchos premios literarios a lo largo de su vida.

            Falleció  el 3 de marzo de 1996, a causa de un cáncer de garganta. Está enterrada en el Cementerio de Montparnasse, en París

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