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13 mayo, 2014

Diálogo del espejo (relato)


Gabriék García Márquez, escritor, colombiano
Premio Nobel de Literatura
Gabriel García Márquez

           

El hombre de la estancia anterior después de haber dormido largas horas como un santo, olvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.

Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuidadosamente, con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el núcleo del tumor; y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro, la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas —y después de las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.

Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le aguardaba empezaría a resolverse en un clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por el contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. La tarea de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, sería simple y descomplicada en su sueño, y le produciría, a la postre, la misma satisfacción interior.

Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidioso. (En el fondo continuaba sonriendo.) Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho rápidamente cinco desayuno siete. Salchichas viejas desagradables almacén de Mabel salsamentaria tornillos drogas licores eso es como una caja de qué sé yo quién se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.

Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, como un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.

Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo —contrariando sus propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así —aprovechando la interrupción con un rápido movimiento— logra ponerse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.

Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la condensación del vapor.

Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad— la lengua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: “Andas mal del estómago”, diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello (.) (Se alisó el cabello) con la mano derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de pararse frente al espejo a hacer gestos como un cretino. Sin embargo, pensó que todo el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.

Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.

El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vital... Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguería. O todo a la vez: Pendora.

Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que se le trepara al corazón pesada y dura, como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y frutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas, de un mismo sistema, no ajustarán con exactitud para lograr la totalidad orgánica y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra. ¡Pendora!

Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque (ambos alzaron la vista y se encontraron en los ojos) su hermano gemelo, con la brocha espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul, dejando correr la mano izquierda (él lo imitó con la derecha) con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista y la geometría de las manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la movilidad del meñique.

Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la observación de que nada debía resultar tan difícil como afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, CASI simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.

No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de la lengua, y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampoco. El ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la madrugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.

De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza (el matemático y el artista se mostraron los dientes) subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante) hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando (ambos jadeantes) el trabajo simultáneo.

Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio, grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmente desconocidos, buscaban desorbitados la dirección del acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.

Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento. Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el hoyuelo necesitan una navaja en punta.

Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando (y el matemático se adueñó por entero de la situación) la velocidad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O sería posible (y el artista tras una breve lucha, logró desalojar al matemático) que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado— terminar con mayor lentitud que su sujeto externo?

Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.

Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno.

Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. ¡El almacén de Mabel es una caja de Pandora!

El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la cola.

(1949)

31 enero, 2013

El amante rechazado, de Alberto Moravia


(Relato..Texto completo)


Alberto Moravia, en su juventud
La calle se mostraba como una especie de túnel bajo una bóveda de diminuto y plumoso follaje verde y amarillo. Sostenían esta nube de hojas otoñales determinados árboles cuyos troncos eran de una negrura violenta y como carbonizada, que parecían empapados por toda la lluvia de los días anteriores. Innumerables hojas verdes y amarillas derribadas por el agua sobre el pellejo negro y graso del asfalto habían quedado adheridas haciéndolo parecer manchado como la piel de la pantera. En un sitio se había formado un gran montón de esas hojas; el verde y el amarillo, mezclándose y reluciendo por el agua, daban la ilusión de un oro copioso vomitado por la rotura de un cofre; y era una extraña visión, casi digna de ser deplorada como una gran riqueza inexplicablemente abandonada y despreciada. Yo no padecía, pero sabía que si hubiese tenido un dolor aquellos colores tan fuertes me habrían hecho sufrir, como todo detalle de excesiva evidencia al que una sensibilidad herida atribuye inmediatamente un significado. Así, en cuanto salimos de la casa, le hice notar a Livio el color de esas hojas y de esos troncos. Pero él meneó la cabeza y contestó que no tenía la mente como para eso. A continuación, con un tono suplicante, me pidió que no lo dejara: quería estar conmigo algo más.
Empezamos a caminar delante y atrás sobre aquellas hojas, a lo largo de aquellos troncos en el aire ahumado y azulado del crepúsculo otoñal.
-En fin -dijo Livio con un furor contenido-, si me hubiese dicho: amo a Roberto y a ti ya no te amo, paciencia... Por lo menos ésta sería una razón clara... pero ¿por qué inventar todas esas mentiras? Roberto es un constructor, tú un destructor... Roberto un constructor... ja, ja... con esa cara de buey, esa frente estrecha, esos ojos redondos... Un bruto, eso es lo que es.
Dulcemente le contesté, observando el bordado elegante de las hojas que sobre las aceras se aglomeraban alrededor de los árboles hasta formar una alfombra, que Silvia era una de esas mujeres que no saben reconocer la verdad y necesitan siempre creer que están justificadas por razones de orden moral. Me miró como si no hubiese entendido, y después prosiguió:
-La verdad, en cambio, es que él es rico y yo soy pobre... constructor, si, claro que lo es, futuro constructor de su desprovisto guardarropa... constructor de vestidos, zapatos, joyas... ¿Has oído con qué tono ha dicho: estoy cansada de vivir entre estrecheces?
Dije que lo había notado todo. Pero ¿qué le iba a hacer? Se había ilusionado acerca de esa mujer, eso era todo. Diciendo esto, con la punta del paraguas yo restregaba la tierra entre la hojarasca, que se acumulaba ante la punta en un montón resistente que yo sentía adherido al asfalto por una película adhesiva de agua de lluvia.
Livio dijo:
-Ella es una boba... o, mejor dicho, una persona muy simple... esos discursos sobre la construcción y destrucción no son cosa suya... son de Roberto... con esos discursos, en mi ausencia, la ha fascinado... porque él de veras cree ser un hombre positivo por los cuatro costados, un constructor, precisamente... y ella, en su pérfida ingenuidad, me los ha ofrecido tal cual... como un papagayo... tanto es así que, cuando la he interrumpido y le he preguntado qué entendía por constructor, se ha quedado con la boca abierta y no ha sabido decir nada... diantre... no podía contestarme que por constructor entendía un hombre rico y nada más...
Le dije que razonar de esa manera era en vano; a menos que, más que dolerse por la forzada separación de la amante, le importase demostrar su propia superioridad y la poquedad de esos dos. Mientras tanto, aún discurriendo, habíamos llegado al final de la calle, allí donde desemboca en la avenida a lo largo del río.
Livio me indicó que nos acercásemos al parapeto y después prosiguió:
-¿Yo destructor?... ¿y qué destruía, por favor? Tal vez sus malas costumbres... Cuando la conocí ella creía que la vida fuese una cuestión de dinero, de automóviles, de vestidos, de excursiones, de cenitas y diversiones... lo creía con ingenuidad, como si no hubiese ni pudiese haber en el mundo nada más... la verdad es que ella andaba a cuatro patas... y yo, por algún tiempo, la he hecho caminar erguida... pero ahora ha vuelto a caer en cuatro patas, la cara en el comedero... y para siempre...
Por encima de las defensas del río, en el gran espacio entre ambas orillas, se descubría el cielo pesado de nubes oscuras e inmóviles, parecido a una frente pensativa y fruncida. Como un rostro detrás de un brazo, la ciudad nos miraba desde detrás de la barrera de sus puentes, tendida y mortecina. A lo largo del parapeto se alineaban unos plátanos que habían crecido hasta gran altura, de manera que al pasear no se veía otra cosa que troncos y más troncos, inclinados o erguidos, con las ramas elevadas hacia lo alto. Pero desde la cima de las copas el viento arrancaba a puñados grandes hojas muertas que caían, desagradables y duras, una tras otra, hasta reunirse con sus compañeras esparcidas en abundancia sobre las aceras. Contesté a Livio que él no podía juzgar sobre cuántas patas había de caminar la hermosa mujer que no quería tener más nada que ver con él. Probablemente le había pedido demasiado; ella se había esforzado por seguirlo, después le habían fallado las fuerzas y había vuelto a su vieja vida.
-Ah, ¿no se debería pedir nada a la gente? Yo sólo le había pedido que fuese una persona decente... en cambio ya has oído lo que ha dicho... que yo la hacía volverse fea... ¿has oído con qué tono de obstinada desolación lo ha dicho?
Nadie pasaba por la avenida junto al río. En determinados puntos las hojas muertas formaban altos montones, verdaderas tribus que murmuraban y bullían según el viento.
-Tal vez no la halagabas lo suficiente -dije.
Livio repuso:
-¿Para qué sirven los halagos? Yo quería que se convirtiese en una persona, eso es todo... y para lograrlo le dije que ante todo tenía que reconocer la verdad de sus propias condiciones... tenía que darse cuenta de que era pobre, ignorante, con la cabeza a pájaros, malcriada, que mentía constantemente ante sí misma y ante los demás... yo pensaba que la verdad, aunque amarga, hubiese de tener para ella más valor que los halagos que le prodigaban Roberto y sus demás pretendientes...
Me eché a reír y le dije que las mujeres querían dulces frases y no sermones. [...]
-Sin embargo -dijo Livio como acordándose-, al principio me amó precisamente porque le decía esas verdades... me explicaba que nadie la había hablado jamás de esa manera... me agradecía que lo hiciese... y ¿te acuerdas? Al principio conseguí que abandonase a ese Santoro...
Yo volví a reír:
-Probablemente, para abandonarlo le habrá repetido punto por punto las mismas frases que tú en aquel momento le ibas propinando... habrá hecho con aquel pobre Santoro lo que ha hecho hoy conmigo... le habrá dicho que tú eras un constructor y él un destructor... y entonces, como hoy, no era cosa de ella... ¿no crees que habrá sido así?
Él dijo con estupor:
-Así ha sido... pero era la verdad... yo era el único que podía hacerle bien... y ella lo sabe... y por eso está tan empecinada contra mí...
De pronto nos encontramos en un remolino de viento, en una explanada de la cual bajaban dos escalinatas hacia el río. Las hojas se elevaban del suelo girando hacia lo alto. [...]
Dije:
-Tu error ha sido tomarte demasiado en serio tu papel de moralista, de constructor, como dice Silvia... Tenías que pensar que nada es más fácil que un moralista revele después ser inmoral, y que el constructor de ayer se vuelva el destructor de mañana... ¿Qué frenesí es el de ustedes? Esta Silvia me parece una mujer a la que no se acercan sino hombres que la quieren salvar... se comprende que termine por creerle sucesivamente a cada uno de ellos.
Meneó la cabeza y contestó:
-Será como dices tú... pero lo que hace que yo sea distinto de los demás es que durante todo el tiempo, mientras hacía toda clase de esfuerzos de cambiarla, sentía que era en vano... y que pese a todo, precisamente por eso, había que hacerlo... tal vez tú nunca hayas experimentado esa sensación... me parecía estar entregado a una empresa que no tenía ninguna posibilidad de éxito... pero esa sensación de fundamental vanidad era justamente lo que me hacía persistir y me hacía amar a Silvia... la sensación de hacer algo sin esperanza...
El crepúsculo se había ya convertido en una penumbra casi nocturna. La masa gris de un autobús de rojos faroles encendidos, pasando y desapareciendo por una calle transversal, lo hizo hundirse con toda su bruma, y se hizo la noche. Caminando en la oscuridad, contesté:
-Entonces no te quejes... has obtenido lo que deseabas... ella te ha inspirado la voluntad de cambiarla, que anhelabas de corazón, y, al mismo tiempo, no menos querida, la sensación de la imposibilidad de dicho cambio... De ella, más no podías esperar.
Contestó:
-Eso es verdad... pero no quita que perderla sea muy amargo...
Me reí:
-Cuántas cosas querrías -dije.
Yo había entrado en un gran montón de hojas, sin verlas, y casi experimentaba placer moviendo los pies y haciendo el mayor ruido posible.
-Acaba con eso -dijo Livio-, ¿qué te ha dado?
Yo tenía las hojas hasta la mitad de la espinilla de tan altas y tupidas. Livio añadió:
-Así que se acabó.
-Eso, se acabó -dije como un eco arrastrando los pies entre las hojas. Me sentía incapaz de tomarme en serio el disgusto de mi amigo. Más aún, experimentaba una especie de sentimiento de hilaridad, como si todo se hubiese producido según un orden preestablecido y superior.

Dejar a Matilde, de Alberto Moravia


(Relato. Texto completo

Alberto Moravia
Un amigo mío camionero ha escrito en el cristal del parabrisas: “Mujeres y motores, alegrías y dolores”. No digo yo que no tenga sus buenas razones para decir que los dolores y las alegrías que le procuran las mujeres tengan más o menos el mismo peso en la balanza de su vida. Digo que, al menos por lo que se refiere a Matilde y a mí, esa balanza andaba muy desequilibrada: por un lado, muy alto, el platillo de las alegrías; por el otro, muy bajo, el platazo de los dolores. De modo que, al final, tras un año de noviazgo de puras peleas, incumplimientos de palabra, bribonadas y traiciones, decidí dejarla a la primera oportunidad.
La oportunidad llegó pronto, una noche que la había citado en la plaza Campitelli, cerca de su casa: Esa noche Matilde, simplemente, no vino. Advertí entonces, tras una horita de espera, que sentía más alivio que disgusto, y comprendí que había llegado el momento de la separación. Incierto entre un dolor amargo y una satisfacción agraz, medio contento y medio desesperado, me fui a casa y me acosté en seguida. Pero antes de apagar la luz me santigüé, solemne, y dije en voz alta:
-Esta vez se acabó, vaya si se acabó.
Este juramento hay que decir que me calmó, porque dormí de corrido nueve horas y sólo me desperté por la mañana cuando mamá vino a avisarme que preguntaban por mí al teléfono.
Fui al teléfono, al apartamento de enfrente, de una modista amiga. De inmediato, la vocecita dulce de Matilde:
-¿Cómo estás?
-Estoy bien -contesté, duro.
-Perdóname por anoche..., pero no pude, de verdad.
-No importa -le dije-, así que adiós... Nos veremos mañana... Te diré una cosa...
-¿Qué cosa?
-Una importante.
-¿Una cosa buena?
-Según... Para mí sí.
-¿Y para mí?
Dije tras un momento de reflexión:
-Claro, también para ti.
-¿Y qué cosa es?
-Te la diré mañana.
-No, dímela hoy.
-No me mates...
-Está bien... ¿Sabes por qué te he telefoneado hoy? Porque hace un día precioso, es fiesta, y podríamos ir en moto al mar. ¿Qué te parece?
Me quedé incómodo porque no me esperaba esa propuesta tan cariñosa, hecha con una voz tan dulce. Después pensé que, en el fondo, tanto daba hoy como mañana: iríamos a la playa y yo, en lo mejor, le diría que la dejaba y así me vengaría también un poco. Dije:
-Está bien, dentro de media hora paso a buscarte.
Fui a recoger el ciclomotor y luego, a la hora fijada, me presenté en casa de Matilde y le silbé para llamarla, como de costumbre. Se precipitó en seguida abajo, lo noté; normalmente me hacía esperar Dios sabe cuánto. Mientras corría hacia mí atravesando la plaza, la miré y me di cuenta una vez más de que me gustaba: bajita, dura, morenísima, con la cara ancha por abajo como un gato, la boca sombreada de pelusilla, los ojos negros, astutos y vivos, el pelo muy cortito, tan espeso y tan bajo sobre la frente que evocaba el pelamen de un animal salvaje. Pero pensé: “Desde luego que me gusta, me gusta mucho, pero la dejo”, y advertí con alivio que la idea no me turbaba en absoluto. Cuando la tuve delante, todavía jadeando por la carrera, me preguntó en seguida con voz tierna:
-¿Qué? ¿Aún estás enfadado por lo de ayer?
Contesté huraño:
-Vamos, monta.
Y ella, sin más, subió al sillín de la moto agarrándose a mí con las dos manos. Salimos.
Una vez en la vía Cristoforo Colombo, entre los muchos automóviles y motos del día festivo, con el sol que ya quemaba, empecé a pensar sañudamente en lo que debía hacer. ¿Cuándo tenía que decirle que la dejaba? Al principio pensé que se lo diría en cuanto llegásemos a la playa, para estropearle la excursión y a lo mejor traerla inmediatamente después a Roma: una idea vengativa. Pero después, pensándolo mejor, me dije que, a fin de cuentas, también me estropearía la excursión a mí mismo. Mejor, pensé, disfrutar de la vida y -¿por qué no?- de Matilde hasta cierto momento, digamos que hasta las dos, después de comer. O bien, incluso, esperar al final de la excursión y decírselo mientras regresábamos, por esta misma vía Cristoforo Colombo, sin volverme, así, como por azar. O incluso también esperar a llegar a Roma y decírselo en la puerta de su casa: “Adiós, Matilde. Te digo adiós porque hoy ha sido la última vez que hemos estado juntos”. Entre tantas ideas no sabía cuál escoger; al final me dije que no debía hacer planes; en el momento oportuno, no sabía cuál, se lo diría. Entre tanto Matilde, como si hubiera adivinado mis reflexiones, se apretaba fuerte a mí, e incluso me había cogido con la mano la piel del brazo, como pellizcándome, con ese pellizco que se llama mordisco del asno, y que en ella era una demostración de afecto. La oí, después, decirme al oído con una voz alegre y tierna:
-¡Eh! ¿Sabes que tienes que ir al peluquero? Con tanto pelo ni hay sitio para un beso.
Digo la verdad, esas palabras y el pellizco me hicieron cierto efecto. Pero de todas formas pensé: “Sigue, sigue... Ya es demasiado tarde”.
Una vez en Castelfusano cogí hacia Torvaianica, donde sabía que no había balnearios, que sólo agradan a quienes van al mar a ponerse morenos, sino nada más que matorrales y la playa desierta. Al llegar a un sitio muy solitario, con un monte bajo que pululaba, verde e intrincado, por el declive hasta la tira blanca de la playa, dejé la moto en el borde del camino; y después corrimos juntos a más no poder por los senderos, rodeando los gruesos arbustos batidos por el viento, hasta el mar. La llevaba de la mano, pero este gesto cariñoso lo había impuesto ella; y yo la dejé hacer; así me sentí de nuevo enternecido, como en los buenos tiempos en que la quería. Pero me di cuenta de que seguía decidido a dejarla, y esto me devolvió la confianza.
-Voy a desnudarme detrás de aquella mata -dijo ella-. No mires.
Y yo me pregunté si no sería cosa de decírselo ahora; recibiría la ducha fría justo en el momento en que estaba desnuda, llena de la felicidad que le daba aquel sitio tan bonito y la excursión al mar. Pero cuando me volví hacia ella y vi asomar por la mata sus hombros delicados, con los brazos levantados, y quitarse la falda por la cabeza, se me fueron las ganas. Tanto más cuanto que ella decía, siempre con su voz cariñosa:
-Giulio, no te creas que no me doy cuenta; me estás mirando.
Así fuimos a tumbarnos en la arena, yo boca abajo y ella hacia arriba, con la cabeza en mi espalda como en un cojín. El sol quemaba mi espalda, la arena me quemaba el pecho y su cabeza me pesaba en la espalda, pero era un dulce peso. Ella dijo, tras un largo silencio:
-¿Por qué estás tan callado? ¿En qué piensas?
Y yo contesté espontáneamente:
-Pienso en lo que tengo que decirte.
-Pues dilo.
Estaba a punto de decirlo de veras cuando ella, voluble como las mariposas que vuelan de una flor a otra y nunca se dejan coger, dijo de pronto:
-Mira, mientras tanto úntame los hombros, que no quiero quemarme.
Renuncié una vez más a hablar y, cogiendo el frasquito de aceite, le unté la espalda desde el cuello a la cintura. Al final ella anunció:
-Me duermo. ¡No me molestes!
Y me quedé turulato de nuevo, pensando que, en el fondo, no le importaba nada saber lo que quería decirle.
Matilde durmió quizás una hora; después se despertó y propuso:
Caminemos a lo largo del mar. Es pronto para bañarse, pero al menos quiero mojarme los pies en el agua.
Volvió a cogerme de la mano y juntos corrimos a través de la playa hacia la orilla. Las olas eran grandes y ella, siempre de mi mano, empezó a dar carreritas hacia adelante y hacia atrás, según las olas avanzaran o refluyeran, entre un viento que soplaba con fuerza, gritando de alegría cada vez que una ola, más rápida que ella, la embestía y le subía hasta media pierna. No sé por qué, al verla tan feliz, me dieron unas ganas crueles de estropearle la felicidad y grité fuerte, para superar con la voz el estruendo de mar: “Ahora te digo esa cosa”. Pero ella, de forma imprevista, me abrazó repentinamente con fuerza, diciéndome: “Cógeme en brazos y llévame al medio del agua, inténtalo, pero no me dejes caer”. De modo que la cogí en brazos, que pesaba mucho aunque era pequeña, y avancé un poco entre toda aquella confusión de olas que se cruzaban, montaban unas sobre otras y refluían. Mientras tanto me preguntaba por qué ella había hecho este gesto; y concluí diciéndome que, con su intuición femenina, había adivinado que lo que quería decirle no le iba a gustar. Ahora, desvanecido el peligro de oírme decir aquella cosa, me invitaba a volver a la orilla. Volví y la dejé con delicadeza en la arena; me dio un beso en la mejilla, diciendo:
-Y ahora comemos.
Abrimos el paquete del almuerzo y comimos los bocadillos de ternera que mi madre me había preparado. Después, durante dos horas, siempre la misma canción. Yo tenía en la punta de la lengua lo que quería decirle, pensaba decírselo porque el momento me parecía favorable, estaba a punto de decirlo cuando ella, de pronto, me hablaba de forma cariñosa o hacía un gesto imprevisto, o incluso me quitaba la palabra de la boca. Varias veces me volvió la idea de una de esas mariposas blancas de la col, que en primavera son las primeras y las más inasibles, feliz de quien consigue echarles mano. Después, cuando ya desesperaba de llegar a mi declaración, me propuso de golpe y porrazo:
-Bueno, dime ahora esa cosa.
Estaba a punto de abrir la boca cuando ella gritó:
-No, no me la digas, espera, déjamela adivinar. Veamos: ¿quieres decirme que me quieres mucho?
-No -respondí.
-¿Entonces quieres decirme que soy muy mona y te gusto?
-No.
-Entonces, ¿que nos casaremos pronto?
-No.
-Estas son las tres únicas cosas que me interesan -dijo ella sacudiendo la cabeza-. Basta, no quiero saber nada.
-No, tengo que decirte que...
Pero ella, tapándome la boca con la mano:
-Chitón, si quieres que te dé un beso.
¿Qué podía hacer yo? Me quedé callado; y ella quitó la mano y puso sus labios, en un beso largo que me pareció sincero.
Al final habíamos hecho de todo: tomado el sol, dormido, un semibaño, habíamos hablado; pero no le había dicho aquella cosa y ya sólo nos quedaba irnos. De modo que nos vestimos cada uno detrás de su mata y yo una vez más, mientras me metía los pantalones, pensé que ese era el momento adecuado. Me levanté y dije con voz natural:
-Lo que quería decirte, Matilde, es esto: he decidido dejarte.
Pronunciadas estas palabras miré hacia la mata tras la que ella se ocultaba, pero no vi nada. El viento ahora soplaba más fuerte que nunca y sólo se oían, en aquel lugar desierto, la voz del viento, baja y modulada, y el estruendo del mar. Matilde parecía que no estaba, como si mis palabras la hubieran hecho desvanecerse en el aire, como los torbellinos de arena que el viento levantaba sin tregua de las dunas blancas y empujaba hacia arriba, hacia el monte bajo. Dije: “Matilde”, pero no obtuve respuesta. Grité entonces: ¡Matilde!”, y tampoco contestó. Inquieto, incluso un poco asustado, pensando que, quién sabe, estuviera llorando de dolor, o quizá se hubiera desmayado, me puse a toda prisa la camisa y corrí hacia la mata detrás de la cual debería estar. No estaba: en la arena no vi más que su bolso y sus zapatitos rojos. Pero justo en el momento en que me volvía llamándola, la sentí que se me echaba encima, con violencia hasta el punto de que no pude aguantar en pie y caí boca arriba, con ella. Matilde ahora se sentaba a horcajadas en mi pecho y me decía:
-Repite lo que has dicho. Vamos, repítelo.
La arena me soplaba en la cara, punzante; ella reía sin parar y yo por fin contesté flojo:
-Bueno, no lo repito, pero déjame en paz.
Pero ella no se levantó en seguida y dijo:
-¿Y eso era todo? Te digo la verdad, creía que era algo más importante.
Después me soltó; me levanté yo también y, de repente, advertí que estaba contento de habérselo dicho y de que no lo hubiera tomado en serio y se lo tomara como una de las muchas bobadas que se pueden decir entre enamorados. En resumen, volvimos a subir la pendiente cogidos de la cintura. Y yo le dije que la quería mucho; y ella me contestó ya un poco reservada, porque no se temía que la dejara: “También yo”. Poco después corríamos de nuevo por la vía Cristoforo Colombo.
Pero al llegar a su casa me dijo, cogiéndome la mano:
-Giulio, ahora es mejor que no nos veamos unos días.
Me sentí casi desfallecer y consternado, exclamé:
-Pero, ¿por qué?
Y ella, con una buena carcajada:
-He querido hacer una prueba. Querías dejarme, ¿eh? Y luego, sólo ante la idea de no verme unos días, pones una cara así de triste. Está bien, nos vemos mañana.
Corrió hacia arriba y yo me quedé como un bobo, mirándola alejarse.
FIN

29 junio, 2012

El tren a Burdeos, de Marguerite Duras

de Marguerite Duras
Marguerite Duras en  plena juventud

Una vez tuve dieciséis años. A esa edad todavía tenía aspecto de niña. Era al volver de Saigón, después del amante chino, en un tren nocturno, el tren de Burdeos, hacia 1930. Yo estaba allí con mi familia, mis dos hermanos y mi madre. Creo que había dos o tres personas más en el vagón de tercera clase con ocho asientos, y también había un hombre joven enfrente mío que me miraba. Debía de tener treinta años. Debía de ser verano. Yo siempre llevaba estos vestidos claros de las colonias y los pies desnudos en unas sandalias. No tenía sueño. Este hombre me hacía preguntas sobre mi familia, y yo le contaba cómo se vivía en las colonias, las lluvias, el calor, las verandas, la diferencia con Francia, las caminatas por los bosques, y el bachillerato que iba a pasar aquel año, cosas así, de conversación habitual en un tren, cuando uno desembucha toda su historia y la de su familia. Y luego, de golpe, nos dimos cuenta de que todo el mundo dormía. Mi madre y mis hermanos se habían dormido muy deprisa tras salir de Burdeos. Yo hablaba bajo para no despertarlos. Si me hubieran oído contar las historias de la familia, me habrían prohibido hacerlo con gritos, amenazas y chillidos. Hablar así bajo, con el hombre a solas, había adormecido a los otros tres o cuatro pasajeros del vagón. Con lo cual este hombre y yo éramos los únicos que quedábamos despiertos, y de ese modo empezó todo en el mismo momento, exacta y brutalmente de una sola mirada. En aquella época, no se decía nada de estas cosas, sobre todo en tales circunstancias. De repente, no pudimos hablarnos más. No pudimos, tampoco, mirarnos más, nos quedamos sin fuerzas, fulminados. Soy yo la que dije que debíamos dormir para no estar demasiado cansados a la mañana siguiente, al llegar a París. Él estaba junto a la puerta, apagó la luz. Entre él y yo había un asiento vacío. Me estiré sobre la banqueta, doblé las piernas y cerré los ojos. Oí que abrían la puerta, salió y volvió con una manta de tren que extendió encima mío. Abrí los ojos para sonreírle y darle las gracias. Él dijo: "Por la noche, en los trenes, apagan la calefacción y de madrugada hace frío". Me quedé dormida. Me desperté por su mano dulce y cálida sobre mis piernas, las estiraba muy lentamente y trataba de subir hacia mi cuerpo. Abrí los ojos apenas. Vi que miraba a la gente del vagón, que la vigilaba, que tenía miedo. En un movimiento muy lento, avancé mi cuerpo hacia él. Puse mis pies contra él. Se los di. Él los cogió. Con los ojos cerrados seguía todos sus movimientos. Al principio eran lentos, luego empezaron a ser cada vez más retardados, contenidos hasta el final, el abandono al goce, tan difícil de soportar como si hubiera gritado.
Hubo un largo momento en que no ocurrió nada, salvo el ruido del tren. Se puso a ir más deprisa y el ruido se hizo ensordecedor. Luego, de nuevo, resultó soportable. Su mano llegó sobre mí. Era salvaje, estaba todavía caliente, tenía miedo. La guardé en la mía. Luego la solté, y la dejé hacer.
El ruido del tren volvió. La mano se retiró, se quedó lejos de mí durante un largo rato, ya no me acuerdo, debí caer dormida.
Volvió.
Acaricia el cuerpo entero y luego acaricia los senos, el vientre, las caderas, en una especie de humor, de dulzura a veces exasperada por el deseo que vuelve. Se detiene a saltos. Está sobre el sexo, temblorosa, dispuesta a morder, ardiente de nuevo. Y luego se va. Razona, sienta la cabeza, se pone amable para decir adiós a la niña. Alrededor de la mano, el ruido del tren. Alrededor del tren, la noche. El silencio de los pasillos en el ruido del tren. Las paradas que despiertan. Bajó durante la noche. En París, cuando abrí los ojos, su asiento estaba vacío.

FIN

El último cliente de la noche, de Marguerite Duras

(Cuento. Texto completo )
Marguerite Duras

Marguerite Duras, imagen de su juventud
La carretera atravesaba la Auvernia y el Cantal. Habíamos salido de Saint-Tropez por la tarde, y condujimos hasta entrada la noche. No recuerdo exactamente qué año era, fue en pleno verano. Lo conocía desde principios de año. Lo había encontrado en un baile al que había ido sola. Es otra historia. Quiso parar antes del amanecer en Aurillac. El telegrama había llegado con retraso, había sido enviado a París, y luego reenviado de París a Saint-Tropez. El entierro debía tener lugar al día siguiente, a última hora de la tarde. Hicimos el amor en el hotel «Aurillac», y luego volvimos a hacerlo. Por la mañana lo hicimos de nuevo. Creo que fue allí, durante este viaje, cuando el deseo se esclareció en mi cabeza. Por él. Creo. Pero, estoy menos segura. Pero por él, sin duda, sí, desde el momento que se unía a mí en este deseo. Pero él, como otro, como el último cliente de la noche. Apenas dormimos, y reemprendimos el viaje muy pronto. Era una carretera muy bonita y terrible, interminable, con curvas cada cien metros. Sí, fue durante este viaje. Esto nunca se ha vuelto a repetir en mi vida. El lugar ya estaba allí. Sobre el cuerpo. En estas habitaciones de hotel. Sobre las orillas arenosas del río. El lugar era oscuro. Estaba también en los castillos, en sus muros. En la crueldad de las cacerías. De los hombres. En el miedo. En los bosques. En el desierto de las alamedas. De los estanques. Del cielo. Tomamos una habitación al borde del río. Volvimos a hacer el amor. No podíamos hablarnos más. Bebíamos. En la sangre fría, golpeaba. El rostro. Y ciertos lugares del cuerpo. No podíamos acercarnos ya el uno al otro sin tener miedo, sin temblar. Me llevó hasta lo alto del parque, a la entrada del castillo. Estaban los de Pompas Fúnebres, los guardianes del castillo, el ama de mi madre y mi hermano mayor. A mi madre no la habían metido todavía en el ataúd. Todo el mundo me esperaba. Mi madre. Besé la frente helada. Mi hermano lloraba. En la iglesia de Onzain éramos tres, los guardianes se habían quedado en el castillo. Yo pensaba en este hombre que me esperaba en el hotel al borde del río. No me daban pena, ni la mujer muerta ni el hombre que lloraba, su hijo. Nunca más he tenido. Después vino la cita con el notario. Consentí a las disposiciones testamentarias de mi madre, me desheredé.
Él me esperaba en el parque. Dormimos en este hotel al borde del Loira. Después, nos quedamos varios días junto al río, dando vueltas por allí. Permanecimos en la habitación hasta entrada la tarde. Bebíamos. Salíamos para beber. Volvíamos a la habitación. Luego, volvíamos a salir por la noche. Buscábamos cafés abiertos. Era la locura. No podíamos marcharnos del bar, de este lugar. De lo que buscábamos, no se hablaba. A veces, teníamos miedo. Sentíamos una profunda pena. Llorábamos. La palabra no se pronunciaba. Lamentábamos no amarnos. Ya no sabíamos nada. Existía sólo lo que se decía. Sabíamos que esto no volvería a ocurrir en nuestra vida, pero de esto no se decía nada, ni que éramos los mismos frente a esta disposición de nuestro deseo. Esto siguió siendo la locura durante todo el invierno. Después, fue menos grave, una historia de amor. Posteriormente aún escribí Moderato Cantabile.
FIN


12 octubre, 2010

Un encuentro, de James Joyce







Se exponen a continuación, dos relatos de la obra Dublineses, de James Joyce, cuyos textos son íntegros.




Un encuentro
[Cuento. Texto completo]
James Joyce
Fue Joe Dillon quien nos dio a conocer el Lejano Oeste. Tenía su pequeña colección de números atrasados de The Union Jack, Pluck y The Halfpenny Marvel. Todas las tardes, después de la escuela, nos reuníamos en el traspatio de su casa y jugábamos a los indios. Él y su hermano menor, el gordo Leo, que era un ocioso, defendían los dos el altillo del establo mientras nosotros tratábamos de tomarlo por asalto; o librábamos una batalla campal sobre el césped. Pero, no importaba lo bien que peleáramos, nunca ganábamos ni el sitio ni la batalla y todo acababa como siempre, con Joe Dillon celebrando su victoria con una danza de guerra. Todas las mañanas sus padres iban a la misa de ocho en la iglesia de la Calle Gardiner y el aura apacible de la señora Dillon dominaba el recibidor de la casa. Pero él jugaba a lo salvaje comparado con nosotros, más pequeños y más tímidos. Parecía un indio de verdad cuando salía de correrías por el traspatio, una funda de tetera en la cabeza y golpeando con el puño una lata, gritando:
-¡Ya, yaka, yaka, yaka!
Nadie quiso creerlo cuando dijeron que tenía vocación para el sacerdocio. Era verdad, sin embargo.
El espíritu del desafuero se esparció entre nosotros y, bajo su influjo, se echaron a un lado todas las diferencias de cultura y de constitución física. Nos agrupamos, unos descaradamente, otros en broma y algunos casi con miedo: y en el grupo de estos últimos, los indios de mala gana que tenían miedo de parecer aplicados o alfeñiques, estaba yo. Las aventuras relatadas en las novelitas del Oeste eran de por sí remotas, pero, por lo menos, abrían puertas de escape. A mí me gustaban más esos cuentos de detectives norteamericanos en que de vez en cuando pasan muchachas toscas, salvajes y bellas. Aunque no había nada malo en esas novelitas y sus intenciones muchas veces eran literarias, en la escuela circulaban en secreto. Un día cuando el padre Butler nos tomaba las cuatro páginas de Historia Romana, al chapucero de Leo Dillon lo cogieron con un número de The Halfpenny Marvel.
-¿Esta página o ésta? ¿Esta página? Pues vamos a ver, Dillon, adelante. Apenas el día hubo... ¡Siga! ¿Qué día? Apenas el día hubo levantado... ¿Estudió usted esto? ¿Qué es esa cosa que tiene en el bolsillo?
Cuando Leo Dillon entregó la revista todos los corazones dieron un salto y pusimos cara de no romper un plato. El padre Butler la hojeó, ceñudo.
-¿Qué es esta basura? -dijo-. ¡El jefe apache! ¿Es esto lo que ustedes leen en vez de estudiar Historia Romana? No quiero encontrarme más esta condenada bazofia en esta escuela. El que la escribió supongo que debe de ser un condenado plumífero que escribe estas cosas para beber. Me sorprende que jóvenes como ustedes, educados, lean cosa semejante. Lo entendería si fueran ustedes alumnos de... escuela pública. Ahora, Dillon, se lo advierto seriamente, aplíquese o...
Tal reprimenda durante las sobrias horas de clase amenguó mucho la aureola del Oeste y la cara de Leo Dillon, confundida y abofada, despertó en mí más de un escrúpulo. Pero en cuanto la influencia moderadora de la escuela quedaba atrás empezaba a sentir otra vez el hambre de sensaciones sin freno, del escape que solamente estas crónicas desaforadas parecían ser capaces de ofrecerme. La mimética guerrita vespertina se volvió finalmente tan aburrida para mí como la rutina de la escuela por la mañana, porque lo que yo deseaba era correr verdaderas aventuras. Pero las aventuras verdaderas, pensé, no le ocurren jamás a los que se quedan en casa: hay que salir a buscarlas en tierras lejanas.
Las vacaciones de verano estaban ahí al doblar cuando decidí romper la rutina escolar aunque fuera por un día. Junto con Leo Dillon y un muchacho llamado Mahony planeamos un día furtivo. Ahorramos seis peniques cada uno. Nos íbamos a encontrar a las diez de la mañana en el puente del canal. La hermana mayor de Mahony le iba a escribir una disculpa y Leo Dillon le iba a decir a su hermano que dijese que su hermano estaba enfermo. Convinimos en ir por Wharf Road, que es la calle del muelle, hasta llegar a los barcos, luego cruzaríamos en la lanchita hasta el Palomar. Leo Dillon tenía miedo de que nos encontráramos con el padre Butler o con alguien del colegio; pero Mahony le preguntó, con muy buen juicio, que qué iba a hacer el padre Butler en el Palomar. Tranquilizados, llevé a buen término la primera parte del complot haciendo una colecta de seis peniques por cabeza, no sin antes enseñarles a ellos a mi vez mis seis peniques. Cuando hacíamos los últimos preparativos la víspera, estábamos algo excitados. Nos dimos las manos, riendo, y Mahony dijo:
-Hasta mañana, socios.
Esa noche dormí mal. Por la mañana, fui el primero en llegar al puente, ya que yo vivía más cerca. Escondí mis libros entre la yerba crecida cerca del cenizal y al fondo del parque, donde nadie iba, y me apresuré malecón arriba. Era una tibia mañana de la primera semana de junio. Me senté en la albarda del puente a contemplar mis delicados zapatos de lona que diligentemente blanqueé la noche antes y a mirar los dóciles caballos que tiraban cuesta arriba de un tranvía lleno de empleados. Las ramas de los árboles que bordeaban la alameda estaban de lo más alegres con sus hojitas verde claro y el sol se escurría entre ellas hasta tocar el agua. El granito del puente comenzaba a calentarse y empecé a golpearlo con la mano al compás de una tonada que tenía en la mente. Me sentí de lo más bien.
Llevaba sentado allí cinco o diez minutos cuando vi el traje gris de Mahony que se acercaba. Subía la cuesta, sonriendo, y se trepó hasta mí por el puente. Mientras esperábamos sacó el tiraflechas que le hacía bulto en un bolsillo interior y me explicó las mejoras que le había hecho. Le pregunté por qué lo había traído y me explicó que era para darles a los pájaros donde les duele. Mahony sabía hablar jerigonza y a menudo se refería al padre Butler como el Mechero de Bunsen. Esperamos un cuarto de hora o más, pero así y todo Leo Dillon no dio señales. Finalmente, Mahony se bajó de un brinco, diciendo:
-Vámonos. Ya sabía yo que ese manteca era un fulastre.
-¿Y sus seis peniques...? -dije.
-Perdió prenda -dijo Mahony-. Y mejor para nosotros: en vez de seis, tenemos nueve peniques cada uno.
Caminamos por el North Strand Road hasta que llegamos a la planta de ácido muriático y allí doblamos a la derecha para coger por los muelles. Tan pronto como nos alejamos de la gente, Mahony comenzó a jugar a los indios. Persiguió a un grupo de niñas andrajosas, apuntándoles con su tiraflechas, y cuando dos andrajosos empezaron, de galantes, a tiramos piedras, Mahony propuso que les cayéramos arriba. Me opuse diciéndole que eran muy chiquitos para nosotros y seguimos nuestro camino, con toda la bandada de andrajosos dándonos gritos de Cuá, cuá, ¡cuáqueros!, creyéndonos protestantes, porque Mahony, que era muy prieto, llevaba la insignia de un equipo de críquet en su gorra. Cuando llegamos a La Plancha planeamos ponerle sitio; pero fue todo un fracaso, porque hacen falta por lo menos tres para un sitio. Nos vengamos de Leo Dillon declarándolo un fulastre y tratando de adivinar los azotes que le iba a dar la señora Ryan a las tres.
Luego llegamos al río. Nos demoramos bastante por unas calles de mucho movimiento entre altos muros de mampostería, viendo funcionar las grúas y las maquinarias y más de una vez los carretoneros nos dieron gritos desde sus carretas crujientes para activarnos. Era mediodía cuando llegamos a los muelles y, como los estibadores parecían estar almorzando, nos compramos dos grandes panes de pasas y nos sentamos a comerlos en unas tuberías de metal junto al río. Nos dimos gusto contemplando el tráfico del puerto -las barcazas anunciadas desde lejos por sus bucles de humo, la flota pesquera, parda, al otro lado de Ringsend, los enormes veleros blancos que descargaban en el muelle de la orilla opuesta. Mahony habló de la buena aventura que sería enrolarse en uno de esos grandes barcos, y hasta yo, mirando sus mástiles, vi, o imaginé, cómo la escasa geografía que nos metían por la cabeza en la escuela cobraba cuerpo gradualmente ante mis ojos. Casa y colegio daban la impresión de alejarse de nosotros y su influencia parecía que se esfumaba.
Cruzamos el Liffey en la lanchita, pagando por que nos pasaran en compañía de dos obreros y de un judío menudo que cargaba con una maleta. Estábamos todos tan serios que resultábamos casi solemnes, pero en una ocasión durante el corto viaje nuestros ojos se cruzaron y nos reímos. Cuando desembarcamos vimos la descarga de la linda goleta de tres palos que habíamos contemplado desde el muelle de enfrente. Algunos espectadores dijeron que era un velero noruego. Caminé hasta la proa y traté de descifrar la leyenda inscrita en ella pero, al no poder hacerlo, regresé a examinar a los marinos extranjeros para ver si alguno tenía los ojos verdes, ya que tenía confundidas mis ideas... Los ojos de los marineros eran azules, grises y hasta negros. El único marinero cuyos ojos podían llamarse con toda propiedad verdes era uno grande, que divertía al público en el muelle gritando alegremente cada vez que caían las albardas:
-¡Muy bueno! ¡Muy bueno!
Cuando nos cansamos de mirar nos fuimos lentamente hasta Ringsend. El día se había hecho sofocante y en las ventanas de las tiendas unas galletas mohosas se desteñían al sol. Compramos galletas y chocolate, que comimos muy despacio mientras vagábamos por las mugrientas calles en que vivían las familias de los pescadores. No encontramos ninguna lechería, así que nos llegamos a un vendedor ambulante y compramos una botella de limonada de frambuesa para cada uno. Ya refrescado, Mahony persiguió un gato por un callejón, pero se le escapó hacia un terreno abierto. Estábamos bastante cansados los dos y cuando llegamos al campo nos dirigimos enseguida hacia una cuesta empinada desde cuyo tope pudimos ver el Dodder.
Se había hecho demasiado tarde y estábamos muy cansados para llevar a cabo nuestro proyecto de visitar el Palomar. Teníamos que estar de vuelta antes de las cuatro o nuestra aventura se descubriría. Mahony miró su tiraflechas, compungido, y tuve que sugerir regresar en el tren para que recobrara su alegría. El sol se ocultó tras las nubes y nos dejó con los anhelos mustios y las migajas de las provisiones.
Estábamos solos en el campo. Después de estar echados en la falda de la loma un rato sin hablar, vi un hombre que se acercaba por el lado lejano del terreno. Lo observé desganado mientras mascaba una de esas cañas verdes que las muchachas cogen para adivinar la suerte. Subía la loma lentamente. Caminaba con una mano en la cadera y con la otra agarraba un bastón con el que golpeaba la yerba con suavidad.
Se veía miserable en su traje verdinegro y llevaba un sombrero de copa alta. Debía de ser viejo, porque su bigote era cenizo. Cuando pasó junto a nuestros pies nos echó una mirada rápida y siguió su camino. Lo seguimos con la vista y vimos que no había caminado cincuenta pasos cuando se viró y volvió sobre sus pasos. Caminaba hacia nosotros muy despacio, golpeando siempre el suelo con su bastón, y lo hacía con tanta lentitud que pensé que buscaba algo en la yerba.
Se detuvo cuando llegó al nivel nuestro y nos dio los buenos días. Correspondimos y se sentó junto a nosotros en la cuesta, lentamente y con mucho cuidado. Empezó hablando del tiempo, diciendo que iba a hacer un verano caluroso, pero añadió que las estaciones habían cambiado mucho desde su niñez -hace mucho tiempo. Habló de que la época más feliz es, indudablemente, la de los días escolares y dijo que daría cualquier cosa por ser joven otra vez. Mientras expresaba semejantes ideas, bastante aburridas, nos quedamos callados. Luego empezó a hablar de la escuela y de libros. Nos preguntó si habíamos leídos los versos de Tomás Moro o las obras de Walter Scott y de Lytton. Yo aparenté haber leído todos esos libros de los que él hablaba, por lo que finalmente me dijo:
-Ajá, ya veo que eres ratón de biblioteca, como yo. Ahora -añadió, apuntando para Mahony, que nos miraba con los ojos abiertos-, que éste se ve que es diferente: lo que le gusta es jugar.
Dijo que tenía todos los libros de Walter Scott y de Lytton en su casa y nunca se aburría de leerlos.
-Por supuesto -dijo-, que hay algunas obras de Lytton que un menor no puede leer.
Mahony le preguntó que por qué no las podían leer, pregunta que me sobresaltó y abochornó porque temí que el hombre iba a creer que yo era tan tonto como Mahony. El hombre, sin embargo, se sonrió. Vi que tenía en su boca grandes huecos entre los dientes amarillos. Entonces nos preguntó que quién de los dos tenía más novias. Mahony dijo a la ligera que tenía tres chiquitas. El hombre me preguntó cuántas tenía yo. Le respondí que ninguna. No quiso creerme y me dijo que estaba seguro que debía de tener por lo menos una. Me quedé callado.
-Dígame -dijo Mahoney, parejero, al hombre- ¿y cuántas tiene usted?
El hombre sonrió como antes y dijo que cuando él era de nuestra edad tenía novias a montones.
-Todos los muchachos -dijo- tienen noviecitas.
Su actitud sobre este particular me pareció extrañamente liberal para una persona mayor. Para mí que lo que decía de los muchachos y de las novias era razonable. Pero me disgustó oírlo de sus labios y me pregunté por qué le darían tembleques una o dos veces, como si temiera algo o como si de pronto tuviera escalofrío. Mientras hablaba me di cuenta de que tenía un buen acento. Empezó a hablarnos de las muchachas, de lo suave que tenían el pelo y las manos y de cómo no todas eran tan buenas como parecían si uno no sabía a qué atenerse. Nada le gustaba tanto, dijo, como mirar a una muchacha bonita, con sus suaves manos blancas y su lindo pelo sedoso. Me dio la impresión de que estaba repitiendo algo que se había aprendido de memoria o de que, atraída por las palabras que decía, su mente daba vueltas una y otra vez en una misma órbita. A veces hablaba como si hiciera alusión a hechos que todos conocían, otras bajaba la voz y hablaba misteriosamente, como si nos estuviera contando un secreto que no quería que nadie más oyera. Repetía sus frases una y otra vez, variándolas y dándoles vueltas con su voz monótona. Seguí mirando hacia el bajío mientras lo escuchaba.
Después de un largo rato hizo una pausa en su monólogo. Se puso en pie lentamente, diciendo que tenía que dejarnos por uno o dos minutos más o menos, y, sin cambiar yo la dirección de mi mirada, lo vi alejarse lentamente camino del extremo más próximo del terreno. Nos quedamos callados cuando se fue. Después de unos minutos de silencio oí a Mahony exclamar:
-¡Mira  lo que hace!
Como ni miré ni levanté la vista, Mahony exclamó de nuevo:
-¡Pero mira eso!... ¡Qué viejo más estrambótico!
-En caso de que nos pregunte el nombre -dije-, tú te llamas Murphy y yo me llamo Smith.
No dijimos más. Estaba aún considerando si irme o quedarme cuando el hombre regresó y otra vez se sentó al lado nuestro. Apenas se había sentado cuando Mahony, viendo de nuevo el gato que se le había escapado antes, se levantó de un salto y lo persiguió a campo traviesa. El hombre y yo presenciamos la cacería. El gato se escapó de nuevo y Mahony empezó a tirarle piedras a la cerca por la que subió. Desistiendo, empezó a vagar por el fondo del terreno, errático.
Después de un intervalo el hombre me habló. Me dijo que mi amigo era un travieso y me preguntó si le daban azotes con frecuencia en la escuela. Estuve a punto de decirle que no éramos alumnos de la escuela pública para que nos dieran azotes, como decía él; pero me quedé callado. Empezó a hablar sobre la manera de castigar a los muchachos. Su mente, como imantada de nuevo por lo que decía, pareció dar vueltas y más vueltas lentas alrededor de su nuevo eje. Dijo que cuando los muchachos eran así había que darles azotes y darles duro. Cuando un muchacho salía travieso y malo no había nada que le hiciera tanto bien como una buena paliza. Un manotazo o un tirón de orejas no bastaba: lo que estaba pidiendo era una buena paliza en caliente. Me sorprendió su ánimo, por lo que involuntariamente eché un vistazo a su cara. Al hacerlo, encontré su mirada: un par de ojos color verde botella que me miraban debajo de una frente fruncida. De nuevo desvié la vista.
El hombre siguió con su monólogo. Parecía haber olvidado su liberalismo de hace poco. Dijo que si él encontraba a un muchacho hablando con una muchacha o teniendo novia lo azotaría y lo azotaría: y que eso le enseñaría a no andar hablando con muchachas. Y si un muchacho tenía novia y decía mentiras, le daba una paliza como nunca le habían dado a nadie en este mundo. Dijo que no había nada en el mundo que le agradara más. Me describió cómo le daría una paliza a semejante mocoso como si estuviera revelando un misterio barroco. Esto le gustaba a él, dijo, más que nada en el mundo; y su voz, mientras me guiaba monótona a través del misterio, se hizo afectuosa, como si me rogara que lo comprendiera.
Esperé a que hiciera otra pausa en su monólogo. Entonces me puse en pie de repente. Por miedo a traicionar mi agitación me demoré un momento, aparentando que me arreglaba un zapato y luego, diciendo que me tenía que ir, le di los buenos días. Subí la cuesta en calma pero mi corazón latía rápido del miedo a que me agarrara por un tobillo. Cuando llegué a la cima me volví y, sin mirarlo, grité a campo traviesa:
-¡Murphy!
Había un forzado dejo de bravuconería en mi voz y me abochorné de treta tan burda. Tuve que gritar de nuevo antes de que Mahony me viera y respondiera con otro grito. ¡Cómo latió mi corazón mientras él corría hacia mí a campo traviesa! Corría como si viniera en mi ayuda. Y me sentí un penitente arrepentido: porque dentro de mí había sentido por él siempre un poco de desprecio.
FIN

Traductor

DEAN KOONTZ, EL ESCRITOR QUE PREDIJO EL COVID_19

Dean Koontz D ean R. Koontz El escritor que predijo en su novela “Los ojos de la oscuridad”, la pandemia del coronavirus “alrededor de 202...