13 mayo, 2014

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ


Escritor y periodista colombiano, uno de los mejores narradores del siglo XX, nacido en Aracataca (departamento de Magdalena), en 1927, aunque su familia se trasladó a Bogotá cuando era muy niño.

Comienza sus estudios universitarios en 1947, al matricularse en la Facultad de Derecho de la Universidad Nacional de Cartagena, pero sin tener verdadero interés por dichos estudios, por lo que se interesó por el periodismo, influenciado por su amistad con el médico y escritor Manuel Zapata Olivella. Comenzó a publicar a mediados de 1940 en varios periódicos locales sus artículos, cuentos y crónicas de cine. A raíz del asesinato del dirigente liberal Eliécer Gaitán, en Bogotá, y las consiguientes protestas que se produjeron por dicho motivo y la represión que éstas originaron, es cuando comenzó su colaboración, en 1946, en el periódico liberal de Cartagena de Indias, El Universal, como redactor. Entre 1948 y 1952 colaboró en El Heraldo de Barranquilla y a partir de 1952 en El Espectador de Bogotá. A partir de 1953, colabora con el periódico El Nacional y en sus textos se refleja una permanente capacidad expresiva y un estilo propio y personalísimo en el que se puede encontrar, tal como él mismo confiesa, la fuerte influencia de las greguerías de Ramón Gómez de la Serna. 

Comienza publicando una novela breve, La hojarasca (1955), en la que aparecen también las resonancias del escritor norteamericano William Faulkner. Fue destinado, entre 1959 y 1961, como representante de la agencia de noticias cubana La Prensa en Bogotá, La Habana y Nueva York. Por sus ideas políticas se enfrentó al dictador Laureano Gómez y también se opuso a su sucesor, el general Gustavo Rojas Pinilla, por lo que se vio obligado a pasar las décadas de 1960 y 1970 en un exilio voluntario tanto en México como en España.

Al igual que otros escritores del boom de la literatura latinoamericana, fue defensor de la Revolución Cubana y, a pesar de que muchos de ellos abandonaron su defensa de Fidel Castro y su política, García Márquez siguió apoyando a Fidel Castro y continuamente participó en diversas polémicas en la prensa con otros escritores, además de participar en diferentes encuentros sobre la situación en Cuba, especialmente en lo relativo a los derechos humanos.

A esa primera novela le seguiría la obra maestra El coronel no tiene quien le escriba (1961), novela en la que aparecen ya personajes que después volverían a surgir en Cien años de soledad (1961) y en 1962 la colección cuentos titulados Los funerales de Mamá Grande y la novela La mala hora. En estas obras se va perfilando un cambio en el estilo narrativo que va dejando atrás el barroquismo de su primera novela para asumir un estilo más puro y decantado que se encuentra ya en El coronel no tiene quien le escriba, más cercano al estilo un tanto lacónico de Hemingway. Muchos de sus relatos formaron parte de la grandiosa novela Cien años de soledad (1967) que le encumbró a la fama. Obra escrita en dieciocho meses, en su exilio en México, en la que aparece por vez primera el pueblo de Macondo, creación literaria de Gabriel Márquez en el que construye un universo narrativo de profundos ecos que cautivaron e influenciaron la narrativa de toda Latino América, obra en la que aparece la familia Buendía y en la que se advierten las obsesiones de su autor, influenciado por las leyendas y cuentos fantásticos que oía y leía desde niño y que le crearon en el imaginario un universo rico de imágenes que le acompañaron siempre. En ese pueblo imaginario se cruzan las fronteras de lo real y lo mágico, en una extraña fusión que crea un universo singular y único en el que se basa toda la narrativa encuadrada después en el llamado "realismo mágico", y que viene a ser como una crónica, condensada en ese mítico lugar, de los diversos países latinoamericanos; pero también como una metáfora del ocaso, del hundimiento de cualquier civilización que llega a su final, dándose cuenta de su inevitable derrumbe.

A esos títulos le siguieron El otoño del patriarca (1975), que es una novela en la que la trama está construida alrededor del poder y de la corrupción que del mismo deviene, seguida por Crónica de una muerte anunciada (1981), crónica novelada de un asesinato en una pequeña ciudad latinoamericana; El amor en los tiempos del cólera (1985), es una historia de amor que, aunque sigue las pautas normales de ese tipo de narración, ofrece sin embargo un fondo pasional sabiamente construido que crea una atmósfera narrativa en la que la violencia y el amor se dan la mano. Le sigue El general en su laberinto (1989), novela que narra la ficción de los últimos días de vida de Simón Bolívar, enfermo y despojado de su poder. Además, publicó los libros de cuentos La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada (1972) y Doce cuentos peregrinos (1992). También publicó Del amor y otros demonios (1994) y Noticia de un secuestro (1997).

La obra de García Márquez ha sido reconocida en numerosos países por su singularidad, mezcla de realidad y fantasía, así como la originalidad de pensamiento y valentía que ofrecen sus textos periodísticos y de lo que es ejemplo Noticia de un secuestro (1996), un reportaje novelado sobre el narcoterrorismo colombiano que obtuvo un sonoro éxito. Publicó La bendita manía de contar (1998) y su autobiografía Gabriel García Márquez, y tomó la decisión de comprar la mitad de las acciones de la revista colombiana Cambio a fin de poner en práctica sus ideas sobre el periodismo. La primera parte de sus memorias, Vivir para contarla (2002), trata de sus años de infancia y juventud y los recuerdos de su Aracataca natal hasta 1955. En 2004 volvió a publicar otra novela, la última de su fructífera carrera literaria, con el título de Memoria de mis putas tristes, en la que narra la relación amorosa entre un nonagenario y una adolescente.

A lo largo de su vida, recibió innumerables premios como son como el Rómulo Gallegos, en 1973, y el Nobel de Literatura, en 1982. A raíz de recibir el Premio Nobel, recibió la invitación del gobierno colombiano para regresar a su país, y cuando así lo hizo realizó el cometido de intermediario entre aquél y la guerrilla.

Promovió la fundación de la Escuela Internacional de Cine y Televisión de San Antonio de los Baños (Cuba), en 1986, en colaboración con el cineasta argentino Fernando Birri, y participó en varios guiones cinematográficos, tanto en adaptaciones de sus propias obras, como en colaboración con otros escritores. Esta escuela está encaminada a la formación de realizadores del llamado Tercer Mundo y forma parte de la Fundación del Nuevo Cine Latinoamericano, que también promovió y de la cual fue presidente hasta su muerte.

Falleció el 17 de abril de 2014, a los 87 años de edad, en México D.F., país en el que llevaba viviendo más de 50 años. El mundo de las letras hispanas pierde así uno de los más grandes escritores, creador de atmósferas literarias sin parangón alguno, y un hombre sencillo que siempre estuvo al lado de los más desfavorecidos y contra cualquier abuso e injusticia contra los que siempre alzó su voz de escritor y hombre comprometido con la defensa de la libertad y dignidad del ser humano. 

Descanse en paz.

Gabriel García Márquez, Bibliografía



Novela:
La hojarasca 1955

El coronel no tiene quien le escriba 1961

La mala hora 1962

Los funerales de la Mamá Grande 1962

Cien años de soledad 1967

El otoño del patriarca 1975

Crónica de una muerte anunciada 1981

El amor en los tiempos del cólera 1985

El general en su laberinto 1989

Del amor y otros demonios 1994

Memoria de mis putas tristes 2004


Periodismo:

Obra periodística 1: Textos costeños 1981

Obra periodística 2: Entre cachacos 1982

Obra periodística 3: De Europa y América 1983

Obra periodística 4: Por la libre 1984

Obra periodística 5: Notas de prensa 1991

Crónica, artículos, reportaje y ensayo:

Relato de un náufrago 1970

Cuando era feliz e indocumentado 1973

Chile, el golpe y los gringos 1974

Crónicas y reportajes 1976

De viaje por los países socialistas: 90 días en la cortina de hierro 1978

El olor de la guayaba. Conversaciones con Plinio Apuleyo Mendoza 1982

Viva Sandino 1982

La aventura de Miguel Littín clandestino en Chile 1986

El cataclismo de Damocles 1986

Primeros reportajes 1990

Como se cuenta un cuento 1995

Noticia de un secuestro 1996

Teatro:

Diatriba de amor contra un hombre sentado 1988

Guion:

El secuestro 1982

Erendira 1983

Autobiografía:

Vivir para contarla 2002


Relatos:

Los funerales de la Mamá Grande 1962

La increíble y triste historia de la cándida Eréndira y de su abuela desalmada 1972

Narrativa completa 1985

Los cuentos de mi abuelo el coronel 1988

Doce cuentos peregrinos 1992

Cuentos:1947-1992 1996

Yo no vengo a decir un discurso 2010

Todos los cuentos 2012


FILMOGRAFÍA
1954 - Langosta azul/ Colombia / Alvaro Cepeda Samudio.
1964 - El gallo de oro/ México / Roberto Gavaldón.
1964 - en este pueblo no hay ladrones/ México - Alberto Isaac.
1965 - tiempo de morir/ México / Arturo Ripstein.
1965 - Lola de mi vida/ México / Miguel Barbachano.
1966 - Juego peligroso/ México /Arturo Ripstein.
1968 - Patsy mi amor/ México / Manuel Michel.
1974 - presagio/ México / Luis Alcoriza.
1978 - El año de la peste/ México / Felipe Cazals.
1979 - María de mi corazón/ México / Jaime Humberto Hermosillo.
1979 - La viuda de montiel/ Cuba-México-Venezuela-Colombia / Miguel Littín.
1980 - El mar del tiempo perdido/ Venezuela / Solveig Hoogesteijn.
1980 - Erendira/ México / Ruy Guerra.
1985 - tiempo de morir/ Colombia / Jorge Alí Triana.
1986 - Crónica de una muerte anunciada/ Italia- Colombia / Francesco Rosi.
1988 - Serie de amores difíciles/ Televisión Española
1988-89 un señor muy viejo con unas alas enormes/ Cuba- España / Fernando Birri.
1989 - Me alquilo para soñar/ España-Brasil / Ruy Guerra.
1996 - Edipo alcalde/ Colombia-España / Jorge Alí Triana.
1999 - El coronel no tiene quien le escriba/ México-España-Francia / Arturo Ripstein.

PREMIOS

Premio de la Novela ESSO por La mala hora (1961)

Premio Rómulo Gallegos por Cien años de soledad (1972)

Premio Nobel de Literatura (1982)

Premio cuarenta años del Círculo de Periodistas de Bogotá (1985)

ENLACES

http://www.cadenaser.com/cultura/articulo/gabriel-garcia-marquez-55-anos-imaginando-literatura/csrcsrpor/20140417csrcsrcul_9/Tes
http://www.elmundo.es/cultura/2014/04/17/53503235e2704e2e468b457e.html
http://elpais.com/especiales/2014/gabriel-garcia-marquez/
http://www.lavanguardia.com/cultura/20140417/54405916916/gabriel-garcia-marquez.html
http://cvc.cervantes.es/actcult/garcia_marquez/
https://www.facebook.com/GabrielGarciaMarquezAuthor
http://www.el-mundo.es/larevista/num124/textos/quinter1.html
http://www.bbc.co.uk/spanish/seriemilenio03.html
http://www.bbc.co.uk/mundo/noticias/2014/04/140404_garcia_marquez_primer_editor_ob_ms.shtml
http://www.youtube.com/watch?v=Oe5zGydx-_4
http://www.youtube.com/watch?v=bK0r1FzXf5Y
http://www.youtube.com/watch?v=UzHWZKZXZwI


BIBLIOGRAFÍA SOBRE GARCÍA MÁRQUEZ:

Bloom, Harold (editor). Gabriel García Márquez. Nueva York: Chelsea Books, 1989. El gran crítico americano recopila aquí 18 importantes trabajos críticos que analizan al novelista desde diversos ángulos metodológicos.

Cebrián, Juan Luis. Retrato de García Márquez. Barcelona: Círculo de Lectores, 1989. Biografía del periodista y del escritor, realizada por otro periodista y escritor.

Collazos, Óscar. García Márquez, la soledad y la gloria. Panamá: Printer Internacional de Panamá, 1983. Ensayo sobre la obra del escritor colombiano, realizada por otro escritor colombiano.

Earle, Peter G. (editor). Gabriel García Márquez. Madrid: Ediciones Taurus, 2ª ed., 1981. Recopilación de textos biográficos y críticos sobre el autor que ofrecen una amplia revisión de aspectos fundamentales de su persona y obra.

Fau, Margaret Eustelle. Gabriel García Márquez: An Annotated Bibliography, 1947-1979. Westport: Greenwood, 1980. La primera bibliografía sobre el autor que apareció en forma de libro; dos décadas después sigue siendo una fuente de información indispensable.

Amargura para tres sonámbulos (relato)

Gabriel García Márquez


Ahora la teníamos allí, abandonada en un rincón de la casa. Alguien nos dijo, antes de que trajéramos sus cosas —su ropa olorosa a madera reciente, sus zapatos sin peso para el barro— que no podía acostumbrarse a aquella vida lenta, sin sabores dulces, sin otro atractivo que esa dura soledad de cal y canto, siempre apretada a sus espaldas. Alguien nos dijo —y había pasado mucho tiempo antes de que lo recordáramos— que ella también había tenido una infancia. Quizás no lo creímos, entonces. Pero ahora, viéndola sentada en el rincón, con los ojos asombrados, y un dedo puesto sobre los labios, tal vez aceptábamos que una vez tuvo una infancia, que alguna vez tuvo el tacto sensible a la frescura anticipada de la lluvia, y que soportó siempre de perfil a su cuerpo, una sombra inesperada.

Todo eso —y mucho más— lo habíamos creído aquella tarde en que nos dimos cuenta de que, por encima de su submundo tremendo, era completamente humana. Lo supimos, cuando de pronto, como si adentro se hubiera roto un cristal, empezó a dar gritos angustiados; empezó a llamarnos a cada uno por su nombre, hablando entre lágrimas hasta cuando nos sentamos junto a ella, nos pusimos a cantar y a batir palmas, como si nuestra gritería pudiera soldar los cristales esparcidos. Sólo entonces pudimos creer que alguna vez tuvo una infancia. Fue como si sus gritos se parecieran en algo a una revelación; como si tuvieran mucho de árbol recordado y río profundo, cuando se incorporó, se inclinó un poco hacia adelante, y todavía sin cubrirse la cara con el delantal, todavía sin sonarse la nariz y todavía con lágrimas, nos dijo: “No volveré a sonreír”.

Salimos al patio, los tres, sin hablar, acaso creíamos llevar pensamientos comunes. Tal vez pensamos que no sería lo mejor encender las luces de la casa. Ella deseaba estar sola —quizás—, sentada en el rincón sombrío, tejiéndose la trenza final, que parecía ser lo único que sobreviviría de su tránsito hacia la bestia.

Afuera, en el patio, sumergidos en el profundo vaho de los insectos, nos sentamos a pensar en ella. Lo habíamos hecho otras veces. Podíamos haber dicho que estábamos haciendo lo que habíamos hecho todos los días de nuestras vidas.

Sin embargo, aquella noche era distinto; ella había dicho que no volvería a sonreír, y nosotros que tanto la conocíamos, teníamos la certidumbre de que la pesadilla se había vuelto verdad. Sentados en un triángulo la imaginábamos allá adentro, abstracta, incapacitada, hasta para escuchar los innumerables relojes que medían el ritmo, marcado y minucioso, en que se iba convirtiendo en polvo: “Si por lo menos tuviéramos valor para desear su muerte”, pensábamos a coro.

Pero la queríamos así, fea y glacial como una mezquina contribución a nuestros ocultos defectos.

Éramos adultos desde antes, desde mucho tiempo atrás. Ella era, sin embargo, la mayor de la casa. Esa misma noche habría podido estar allí, sentada con nosotros, sintiendo el templado pulso de las estrellas, rodeada de hijos sanos. Habría sido la señora respetable de la casa si hubiera sido la esposa de un buen burgués o concubina de un hombre puntual. Pero se acostumbró a vivir en una sola dimensión, como la línea recta, acaso porque sus vicios o sus virtudes no pudieran conocerse de perfil. Desde varios años atrás ya lo sabíamos todo. Ni siquiera nos sorprendimos una mañana, después de levantados, cuando la encontramos boca abajo en el patio, mordiendo la tierra en una dura actitud estática. Entonces sonrió, volvió a mirarnos, que había caído desde la ventana del segundo piso hasta la dura arcilla del patio y había quedado allí, tiesa y concreta, de bruces al barro húmedo. Pero después supimos que lo único que conservaba intacto era el miedo a las distancias, el natural espanto frente al vacío. La levantamos por los hombros. No estaba dura como nos pareció al principio. Al contrario, tenía los órganos sueltos, desasidos de la voluntad, como un muerto tibio que no hubiera empezado a endurecerse.

Tenía los ojos abiertos, sucia la boca de esa tierra que debía saberle ya a sedimento sepulcral, cuando la pusimos de cara al sol y fue como si la hubiéramos puesto frente a un espejo. Nos miró a todos con una apagada expresión sin sexo, que nos dio —teniéndola ya entre mis brazos— la medida de su ausencia. Alguien nos dijo que estaba muerta; y se quedó después sonriendo con esa sonrisa fría y quieta que tenía durante las noches cuando transitaba despierta por la casa. Dijo que no sabía cómo llegó hasta el patio. Dijo que había sentido mucho calor, que estuvo oyendo un grillo penetrante, agudo, que parecía (así lo dijo) dispuesto a tumbar la pared de su cuarto, y que ella se había puesto a recordar las oraciones del domingo, con la mejilla apretada al piso de cemento.

Sabíamos, sin embargo, que no podía recordar ninguna oración, como supimos después que había perdido la noción del tiempo cuando dijo que se había dormido sosteniendo por dentro la pared que el grillo estaba empujando desde afuera, y que estaba completamente dormida cuando alguien cogiéndola por los hombros, apartó la pared y la puso a ella de cara al sol.

Aquella noche sabíamos, sentados en el patio, que no volvería a sonreír. Quizá nos dolió anticipadamente su seriedad inexpresiva, su oscuro y voluntarioso vivir arrinconado. Nos dolía hondamente, como nos dolía el día que la vimos sentarse en el rincón adonde ahora estaba; y le oímos decir que no volvería a deambular por la casa. Al principio no pudimos creerle. La habíamos visto durante meses enteros transitando por los cuartos a cualquier hora, con la cabeza dura y los hombros caídos, sin detenerse, sin fatigarse nunca. De noche oíamos su rumor corporal, denso, moviéndose entre dos oscuridades, y quizás nos quedamos muchas veces, despiertos en la cama, oyendo su sigiloso andar, siguiéndola con el oído por toda la casa. Una vez nos dijo que había visto el grillo dentro de la luna del espejo, hundido, sumergido en la sólida transparencia y que había atravesado la superficie de cristal para alcanzarlo. No supimos, en realidad, lo que quería decirnos, pero todos pudimos comprobar que tenía la ropa mojada, pegada al cuerpo, como si acabara de salir de un estanque. Sin pretender explicarnos el fenómeno resolvimos acabar con los insectos de la casa; destruir los objetos que la obsesionaban. Hicimos limpiar las paredes, ordenamos cortar los arbustos del patio, y fue como si hubiéramos limpiado de pequeñas basuras el silencio de la noche. Pero ya no la oíamos caminar, ni la oíamos hablar de grillos, hasta el día en que, después de la última comida, se quedó mirándonos, se sentó en el suelo de cemento todavía sin dejar de mirarnos, y nos dijo: “Me quedaré aquí, sentada”; y nos estremecimos, porque pudimos ver que había empezado a parecerse a algo que era ya casi completamente como la muerte.

De eso hacía ya mucho tiempo y hasta nos habíamos acostumbrado a verla allí, sentada, con la trenza siempre a medio tejer, como si se hubiera disuelto en su soledad y hubiera perdido, aunque se le estuviera viendo, la facultad natural de estar presente. Por eso ahora sabíamos que no volvería a sonreír; porque lo había dicho en la misma forma convencida y segura en que una vez nos dijo que no volvería a caminar. Era como si tuviéramos la certidumbre de que más tarde nos diría: “No volveré a ver” o quizá: “No volveré a oír” y supiéramos que era lo suficientemente humana para ir eliminando a voluntad sus funciones vitales, y que, espontáneamente, se iría acabando sentido a sentido, hasta el día en que la encontráramos recostada a la pared, como si se hubiera dormido por primera vez en su vida. Quizás faltaba mucho tiempo para eso, pero los tres, sentados en el patio, habríamos deseado aquella noche sentir su llanto afilado y repentino, de cristal roto, al menos para hacernos la ilusión de que habría nacido un (una) niña dentro de la casa. Para creer que había nacido nueva.


Diálogo del espejo (relato)


Gabriék García Márquez, escritor, colombiano
Premio Nobel de Literatura
Gabriel García Márquez

           

El hombre de la estancia anterior después de haber dormido largas horas como un santo, olvidado de las preocupaciones y desasosiegos de la madrugada reciente, despertó cuando el día era alto y el rumor de la ciudad invadía —total— el aire de la habitación entreabierta. Debió pensar —de no habitarlo otro estado de alma— en la espesa preocupación de la muerte, en su miedo redondo, en el pedazo de barro —arcilla de sí mismo— que tendría su hermano debajo de la lengua. Pero el sol regocijado que clarificaba el jardín le desvió la atención hacia otra vida más ordinaria, más terrenal y acaso menos verdadera que su tremenda existencia interior. Hacía su vida de hombre corriente, de animal cotidiano, que le hizo recordar —sin contar para ello con su sistema nervioso, con su hígado alterable— la irremediable imposibilidad de dormir como un burgués. Pensó —y había allí, por cierto, algo de matemática burguesa— en el trabalenguas de cifras, en los rompecabezas financieros de la oficina.

Las ocho y doce. Definitivamente llegaré tarde. Paseó la yema de los dedos por la mejilla. La piel áspera, sembrada de troncos retoñados, le dejó la impresión del pelo duro por las antenas digitales. Después, con la palma de la mano entreabierta, se palpó el rostro distraído, cuidadosamente, con la serena tranquilidad del cirujano que conoce el núcleo del tumor; y de la superficie blanda fue surgiendo hacia adentro, la dura sustancia de una verdad que, en ocasiones, le había blanqueado la angustia. Allí, bajo las yemas —y después de las yemas, hueso contra hueso— su irrevocable condición anatómica había sepultado un orden de compuestos, un apretado universo de tejidos, de mundos menores, que lo venían soportando, levantando su armadura carnal hacia una altura menos duradera que la natural y última posición de sus huesos.

Sí. Contra la almohada, hundida la cabeza en la blanda materia, tumbando el cuerpo sobre el reposo de sus órganos, la vida tenía un sabor horizontal, un mejor acomodamiento a sus propios principios. Sabía que, con el esfuerzo mínimo de cerrar los párpados, esa larga, esa fatigante tarea que le aguardaba empezaría a resolverse en un clima descomplicado, sin compromisos con el tiempo ni con el espacio: sin necesidad de que, al realizarla, esa aventura química que constituía su cuerpo sufriera el más ligero menoscabo. Por el contrario, así, con los párpados cerrados, había una economía total de recursos vitales, una ausencia absoluta de orgánicos desgastes. Su cuerpo, hundido en el agua de los sueños, podría moverse, vivir, evolucionar hacia otras formas existenciales en las que su mundo real tendría, para su necesidad íntima, una idéntica densidad de emociones —si no mayor— con las que la necesidad de vivir quedaría completamente satisfecha sin detrimento de su integridad física. Sería —entonces— mucho más fácil la tarea de convivir con los seres y las cosas, actuando, sin embargo, en igual forma que en el mundo real. La tarea de rasurarse, de tomar el ómnibus, de resolver las ecuaciones de la oficina, sería simple y descomplicada en su sueño, y le produciría, a la postre, la misma satisfacción interior.

Sí. Era mejor hacerlo en esa forma artificial, como lo estaba haciendo ya; buscando en la habitación iluminada el rumbo del espejo. Como lo hubiera seguido haciendo si, en aquel instante, una pesada máquina, brutal y absurda, no hubiera deshecho la tibia sustancia de su sueño incipiente. Ahora, regresando al mundo convencional, el problema revestía ciertamente mayores caracteres de gravedad. Sin embargo, la curiosa teoría que acababa de inspirarle su molicie, lo había desviado hacia una comarca de comprensión y desde adentro de su hombre sintió el desplazamiento de la boca hacia los lados, en un gesto que debió ser una sonrisa involuntaria. Fastidioso. (En el fondo continuaba sonriendo.) Tener que afeitarme cuando debo estar sobre los libros en veinte minutos. Baño ocho rápidamente cinco desayuno siete. Salchichas viejas desagradables almacén de Mabel salsamentaria tornillos drogas licores eso es como una caja de qué sé yo quién se me olvidó la palabra. (El ómnibus se daña los martes y demora siete.) Pendora. No: Peldora. No es así. Total media hora. No hay tiempo. Se me olvidó la palabra, una caja donde hay de todo. Pedora. Empieza con pe.

Con la bata puesta, ya frente al lavabo, un rostro somnoliento, desgreñado y sin afeitar, le echó una mirada aburrida desde el espejo. Un ligero sobresalto le subió, como un hilillo frío, al descubrir en aquella imagen a su propio hermano muerto cuando acababa de levantarse. El mismo rostro cansado, la misma mirada que no terminaba aún de despertar.

Un nuevo movimiento envió al espejo una cantidad de luz destinada a conducir un gesto agradable, pero el regreso simultáneo de aquella luz le trajo —contrariando sus propósitos— una mueca grotesca. Agua. El chorro caliente se ha abierto torrencial, exuberante y la oleada de vapor blanco y espeso está interpuesta entre él y el cristal. Así —aprovechando la interrupción con un rápido movimiento— logra ponerse de acuerdo con su propio tiempo y con el tiempo interior del azogue.

Sobre la cinta de cuero se levantó llenando de cortantes orillas, de helados metales; y la nube —desvanecida ya— le mostró de nuevo la otra cara, turbia de complicaciones físicas, de leyes matemáticas, en las que la geometría intentaba una nueva manera de volumen, una forma concreta de la luz. Allí, frente a él, estaba el rostro, con pulso, con latidos de su propia presencia, transfigurado en un gesto, que era simultáneamente, una seriedad sonriente y burlona, asomada al otro cristal húmedo que había dejado la condensación del vapor.

Sonrió. (Sonrió.) Mostró —a sí mismo— la lengua. (Mostró —al de la realidad— la lengua.) El del espejo la tenía pastosa, amarilla: “Andas mal del estómago”, diagnosticó (gesto sin palabras) con una mueca. Volvió a sonreír. (Volvió a sonreír.) Pero ahora él pudo observar que había algo de estúpido, de artificial y de falso en esa sonrisa que se le devolvía. Se alisó el cabello (.) (Se alisó el cabello) con la mano derecha (izquierda), para, inmediatamente, volver la mirada avergonzado (y desaparecer). Extrañaba su propia conducta de pararse frente al espejo a hacer gestos como un cretino. Sin embargo, pensó que todo el mundo observaba frente al espejo idéntica conducta y su indignación fue entonces mayor, ante la certeza de que, siendo todo el mundo cretino, él no estaba sino rindiéndole tributo a la vulgaridad. Ocho y diecisiete.

Sabía que era necesario apresurarse si no quería ser despedido de la agencia. De esa agencia que se había convertido, desde hacía algún tiempo, en el sitio de partida de sus propios funerales diarios.

El jabón, al contacto con la brocha, había levantado ya una blancura azul liviana que lo recuperaba de sus preocupaciones. Era el momento en que la pasta jabonosa se subía por el cuerpo, por la red de las arterias, y le facilitaba el funcionamiento de toda la maquinaria vital... Así, regresado a la normalidad, le pareció más cómodo buscar en el cerebro saponificado la palabra con que quería comparar el almacén de Mabel. Peldora. La cacharrería de Mabel. Paldora. La salsamentaria o droguería. O todo a la vez: Pendora.

Sobre la jabonería hervía la espuma suficiente. Pero siguió frotando la brocha, casi con pasión. El espectáculo pueril de las burbujas le daba una clara alegría de niño grande que se le trepara al corazón pesada y dura, como un licor barato. Un nuevo esfuerzo en persecución de la sílaba habría sido entonces suficiente para que la palabra reventara, madura y frutal; para que saliera a flote en aquella agua espesa, turbia, de su esquiva memoria. Pero esta vez, como las anteriores, las piececillas dispersas, desarmadas, de un mismo sistema, no ajustarán con exactitud para lograr la totalidad orgánica y él se dispuso a desistir para siempre de la palabra. ¡Pendora!

Y era ya tiempo de que desistiera de aquella búsqueda inútil, porque (ambos alzaron la vista y se encontraron en los ojos) su hermano gemelo, con la brocha espumeante, había empezado a cubrirse el mentón de frescura blancurazul, dejando correr la mano izquierda (él lo imitó con la derecha) con suavidad y precisión, hasta cubrir la zona abrupta. Desvió la vista y la geometría de las manecillas se le presentó empeñada en la solución de un nuevo teorema de angustia: ocho y dieciocho. Lo estaba haciendo muy lentamente. Así que, con el firme propósito de terminar pronto, afirmó la navaja de cuerno obediente a la movilidad del meñique.

Calculando que en tres minutos estaría terminado el trabajo, levantó el brazo derecho (izquierdo) hasta la altura de la oreja derecha (izquierda), haciendo de paso la observación de que nada debía resultar tan difícil como afeitarse en la forma en que lo estaba haciendo la imagen del espejo. Había derivado de allí toda una serie de cálculos complicadísimos con el propósito de averiguar la velocidad de la luz que, CASI simultáneamente, realizaba el viaje de ida y regreso para reproducir cada movimiento. Pero el esteta que lo habitaba, tras una lucha aproximadamente igual a la raíz cuadrada de la velocidad que hubiera podido averiguar, venció al matemático, y el pensamiento del artista se fue hacia los movimientos de la hoja que verdeazulblanqueaba con los diferentes golpes de luz. Rápidamente —y el matemático y esteta estaban ahora en paz— bajó el filo por la mejilla derecha (izquierda) hasta el meridiano del labio, y observó con satisfacción que la mejilla izquierda de la imagen aparecía limpia entre sus bordes de espuma.

No acababa aún de sacudir la hoja cuando, de la cocina, empezó a llegar el humo cargado con un acre olor a carne guisada. Sintió el estremecimiento debajo de la lengua, y el torrente de saliva fácil, delgada, que le llenó la boca con el sabor enérgico de la manteca caliente. Riñones guisados. Por fin hubo un cambio en la condenada tienda de Mabel. Pendora. Tampoco. El ruido de la glándula entre la salsa le reventó en el oído, con un recuerdo de lluvia martilleante, que era, en efecto, el mismo de la madrugada reciente. Por tanto, no debía olvidar los zapatones y el impermeable. Riñones en salsa. No hay duda.

De todos sus sentidos ninguno le merecía tanta desconfianza como el del olfato. Pero, aun por encima de sus cinco sentidos y aun cuando aquella fiesta no fuera más que un optimismo de su pituitaria, la necesidad de terminar cuanto antes era, en aquel momento, la más urgente necesidad de sus cinco sentidos. Con precisión y ligereza (el matemático y el artista se mostraron los dientes) subió la hoja de adelante (atrás) hacia atrás (adelante) hasta la comisura (derecha) izquierda, mientras con la mano izquierda (derecha) se alisaba la piel, facilitando así el paso de la orilla metálica, de adelante (atrás) hacia (adelante) atrás, y de arriba (arriba) hacia abajo, terminando (ambos jadeantes) el trabajo simultáneo.

Pero, ya al finalizar, y cuando daba los últimos toques a la mejilla izquierda con la mano derecha, alcanzó a ver su propio codo contra el espejo. Lo vio, grande, extraño, desconocido, y observó con sobresalto que, por encima del codo, otros ojos igualmente grandes e igualmente desconocidos, buscaban desorbitados la dirección del acero. Alguien está tratando de ahorcar a mi hermano. Un brazo poderoso. ¡Sangre! Siempre sucede lo mismo cuando lo hago de prisa.

Buscó, en su rostro, el sitio correspondiente; pero su dedo quedó limpio y no denunció el tacto solución alguna de continuidad. Se sobresaltó. No había heridas en su piel, pero allá, en el espejo, el otro estaba sangrando ligeramente. Y en su interior volvió a ser verdad el fastidio de que se repitieran las inquietudes de la noche anterior. De que ahora, frente al espejo, fuera a tener otra vez la sensación, la conciencia del desdoblamiento. Pero allí estaba ya el mentón (redondo: caras iguales). Esos pelos en el hoyuelo necesitan una navaja en punta.

Creyó observar que una nube de desconcierto velaba el gesto apresurado de su imagen. ¿Sería posible que, debido a la gran rapidez con que se estaba rasurando (y el matemático se adueñó por entero de la situación) la velocidad de la luz no alcance a cubrir la distancia para registrar todos los movimientos? ¿Podría él, en su premura, adelantarse a la imagen del espejo y terminar la tarea un movimiento antes que ella? ¿O sería posible (y el artista tras una breve lucha, logró desalojar al matemático) que la imagen hubiera tomado vida propia y resuelto —por vivir en un tiempo descomplicado— terminar con mayor lentitud que su sujeto externo?

Visiblemente preocupado abrió el grifo del agua caliente y sintió la subida del vapor tibio y espeso, mientras el chapoteo de su rostro entre el agua nueva le llenaba los oídos de un rumor gutural. Sobre la piel, la amable aspereza de la toalla recién lavada le hizo respirar una honda satisfacción de animal higiénico. ¡Pandora! Ésa es la palabra: Pandora.

Miró la toalla con sorpresa y cerró los ojos, desconcertado, mientras allá, en el espejo, un rostro igual al suyo lo contemplaba con unos grandes ojos estúpidos y el rostro cruzado por un hilo cárdeno.

Abrió los ojos y sonrió (sonrió). Ya nada le importaba. ¡El almacén de Mabel es una caja de Pandora!

El olor caliente de los riñones en salsa le agasajó el olfato, ahora con mayor urgencia. Y sintió satisfacción —con positiva satisfacción— que dentro de su alma un perro grande se había puesto a menear la cola.

(1949)

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DEAN KOONTZ, EL ESCRITOR QUE PREDIJO EL COVID_19

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